Ceguera política, procesos electorales y resultados inesperados: el efecto sorpresivo de un amargo despertar…

La arrogancia y la estulticia (si anotamos estos vocablos más allá de su peso adjetivo calificador), suelen impedir la visión integral de la realidad circundante. La evidencia empírica parece mostrar que “mientras más alto” se ubican quienes están en el ejercicio del poder político, mayor la tendencia a sustraerse de los cambios políticos, económicos y sociales profundos en sus propias realidades. Cuando la turba parisina enardecida, asaltó la prisión cuartel de La Bastilla, en las postrimerías del siglo de las luces, acaso allá, en su paso apresurado entre Versalles y Las Tullerías, un desprevenido Luis XVI pudo llegar a pensar que se trataba de una turbamulta incordiante, víctima de algún “vino avinagrado” tan común en esa gente de “poca monta”, que cesaría tan pronto se le hicieran un par de disparos de cañón.

Poco tardó en arrepentirse cuando la tormenta embravecida de la Revolución Francesa, se lo llevó sin contemplaciones, así como a toda una forma de vida representada en y por aquel rey. La monarquía absoluta de los Luises, que tanto lustre había traído a la Francia, se había ido paulatinamente sustrayendo de la realidad social porque, como resultaba costumbre natural en las monarquías absolutas, “la plebe estaba feliz con su vida breve” en todos los sentidos posibles de interpretar, respecto de la muy pobre brevedad. El invento eficiente del Doctor Joseph Ignace Guillotin recorrió raudo veloz la extensión, también delicadamente breve, de los augustos cuellos aristocráticos, antes rodeados de collares, arrebujados además entre sedas y gobelinos.

Repitióse aquella ceguera en la monarquía española respecto de sus colonias ultramarinas e incluso en su propio territorio, en los albores del siglo XIX, sorprendiéndola el huracán de la guerra a muerte, además de la contienda civil propia, llevándose raudamente todo un pasado de glorias imperiales impertérritas. Sorprendió en sus apoltronados aposentos y casi un siglo más tarde, al zar Nicolás II y su luenga familia, cuando la locura de la Revolución Bolchevique dispuso a tiros de él y su familia, además sin fórmula de juicio alguno.

En el mismo siglo XX, gobiernos militares hicieron eclosión tanto en Europa (dónde desataran el monstruo de la guerra) como en América Hispana, desapareciendo tan súbitamente como llegaron, una buena colección de aquellas tiranías de morrión, botas y sables, no sin antes dejar un reguero de sangre, muerte y pobreza. Pues nada, reiteramos, la ceguera, la estulticia y la íntima convicción de sentirse “amos y señores” del poder político. Nada, también, nada más efímero que ese sueño de solidez que habita en la frialdad del plomo y el acero. Nada, reiteramos, nada puede contra el peso específico de una realidad política y social contundente, que avanza silenciosa de cotidiano.

El inmenso país del norte, gran triunfador de la segunda gran conflagración mundial, Estados Unidos de Norteamérica, ha descansado en un orden constitucional casi pétreo, sobre el cual sus padres fundadores construyesen la primera república de la sociedad comercial del mundo, quien con el tiempo, en un par de siglos, se convirtiese además en la primera potencia del orbe. Aquel orden constitucional, apenas con un poco más de una veintena de enmiendas, ha marcado como fierro candente su existencia jurídica interna y, por consecuencia, legal, así como su identidad institucional.

Pero cabe preguntarse ¿Es este orden constitucional que data de 1787, adecuado a los tiempos que corren? ¿Han sido necesarias y suficientes apenas más de una veintena de enmiendas para adecuarla a la contemporaneidad que hoy afecta a la nación norteamericana, inserta en posición preminente, en un mundo por demás inestable y convulso? ¿Son las condiciones de participación y elección de funcionarios públicos, en los diversos niveles de poder político, acordes con los cambios sociales internos, producto tanto de la migración nacional como internacional? ¿Puede sucumbir tan poderosa nación, por un error de apreciación surgida de la ceguera y la estulticia en la interpretación constitucional, a los arrestos soñadores de un “socialismo fantasmagórico” o, acaso, al “personalismo voluntarista” de uno que otro primer mandatario quienes, en adición, se creen providenciales para el futuro del país? En ese trance se encuentra hoy, por vía sorpresiva, la importante nación de “las barras y las estrellas”.

“We the people…” hoy pareciera sonar a frase hueca, colocada al inicio de una declaración de independencia, como fórmula discursiva de un tiempo de cambios revolucionarios, infortunadamente ya idos. Enfrentada a la confusión que arrastran concepciones socio políticas hoy caducas y los arrestos del personalismo voluntarista de un primer mandatario nacional, preso de sus ilimitadas ambiciones de perpetuación en el poder político, la nación que fundaran Washington, Payne, Hamilton, Jefferson y Jackson, por nombrar algunos de los más conspicuos, se desdibuja en sus límites constitucionales, precisamente, ante la estulticia y la ceguera, pero también ante la poca practicidad de sus procederes, hoy desbordados por una inequívoca realidad política y social cambiante.

“We the people…” impone el menester obligante preguntarse ¿Qué pueblo? El pueblo o más bien sus representantes y quienes firmaran aquella declaración, eran en su mayoría descendientes de europeos o europeos propiamente dichos, asentados en aquellas tierras como colonos y que pugnaran por ejercer su condición de hombres libres, sin otra soberanía a la que servir sino la suya propia. Blancos, de religión cristiana, propietarios, terratenientes y comerciantes, habían decidido aquel curso independiente, precisamente, para disfrutar de una libertad plena para comerciar con sus productos y obtener de ellos el beneficio natural de sus operaciones.

A lo largo de casi dos centurias y media, por los avatares de la guerra, a veces contra el enemigo externo  o, a veces también, entre propios y a los fines de la conquista de territorios para la nación que inevitablemente crecía; la participación en guerras internacionales, en ocasiones en nombre de la libertad y, en otras, por el interés político, pecuniario o de poder político, aquel “We the people…” se fue complejizando en etnias, culturas, creencias y valores de todas las esquinas del globo. Impulsando el crecimiento económico, la variación social y en pos del progreso material como norte, millones de seres humanos fueron poblando las inmensidades contenidas entre el océano Atlántico y Pacífico, limitadas por el Río Bravo y las montañas nevadas del sur canadiense.

El pueblo norteamericano de hoy, cuenta con asiáticos estadounidenses de más de una generación; africanos que cargados de cadenas en un pasado no tan lejano, sirvieron como mano de obra gratuita en las plantaciones algodoneras del sur y hoy pueblan ciudades enteras de aquella pujante nación. Latinoamericanos de todas las latitudes, así como europeos y asiáticos de diversas naciones, hacen vida en comunidades propias (como por ejemplo los finlandeses mineros de la costa del Lago Superior en Michigan o los Amish de Pennsylvania o aquellos anglo mejicanos de Texas o los chinos de San Francisco o los cubano americanos de la Florida o los anglo vietnamitas de Oklahoma, por citar algunos), migrando incesantemente por el país, poblando aquí y allá, convirtiéndose en grupos de presión política o de organización electoral.

Este mosaico variopinto de americanos por nacimiento pero descendientes de personas o etnias de otras tierras, representan indubitablemente un “We the people” mucho más complejo, al que se añaden, por infortunio, la variopinta miríada de inmigrantes ilegales que hacen vida en aquellos parajes americanos. Y respecto de las comunidades que se asientan legalmente y han trabajado para labrarse un porvenir, pagan sus impuestos y respetan el imperio de la ley ¿Cómo garantizarse que participen en la organización política de su estado, esto es, en los gobiernos de los condados, las legislaturas estatales, la administración y aplicación de la ley? Porque son, absolutamente, ciudadanos de la misma tierra y no por naturalización: lo son por el derecho natural del nacimiento. Y si esas comunidades aceptasen como única forma de participación el voto ¿Cómo lograr que ese voto sea efectivamente tomado en cuenta mediante su conteo eficaz, eficiente y efectivo?

Ante el predicamento de un pueblo actual de perfiles sociales, culturales y económicos complejos, de más de 300 millones de almas; ubicados en un amplio territorio, con una topografía cambiante e irregular y, por añadidura, en medio de una pandemia mundial, las debilidades de un sistema electoral obsoleto se han puesto de manifiesto, produciendo como consecuencia, un amargo despertar. La materia electoral pareciera no ser posible en el contexto del federalismo a ultranza. Condados, estados, así como comunidades independientes, no pueden establecer, cada uno, su propio sistema electoral y, por consecuencia, su ínsito sistema de conteo de votos. La potencia más grande del orbe no ha podido resolver en una semana (tiempo transcurrido hasta la escritura de estas líneas) el problema de la elección de un Primer Mandatario Nacional y, lo peor, amenaza con extenderse, aun cuando la ley es clara: el Estado tiene hasta el 8 de diciembre para anunciar cuál de los candidatos ha resultado electo.

Al través de las grietas de un sistema obsoleto, la “fantasmagoría del socialismo” y “el voluntarismo personalista”, se han colado entre la gente común, con sus “encendidos reclamos” y acusaciones mutuas, amenazando la estabilidad política, económica y social del país más importante del mundo, en medio de una pandemia sin precedentes en la historia de la humanidad y para beneplácito de sus “adversarios políticos” (más que adversarios, enemigos) tanto dentro como fuera del país. Llama esta situación, a la formulación de una crucial interrogante ¿Cuál debe ser entonces una importante asignatura para la próxima legislatura? Sin duda: el estudio, la planificación, la sanción legislativa y la implementación de un nuevo sistema electoral en los Estados Unidos de América. Uno lo suficientemente eficiente para adaptarse a cada estado; uno que permita la elección directa, universal y secreta de cada uno de sus representantes sujetos a nombramiento por sufragio, desde el sheriff hasta el Presidente; uno que garantice a todos los elementos en ese hoy tan complejo “We the people…” el derecho a sufragar, elegir y ser elegido, siempre bajo el imperio absoluto de la ley.

Hoy ha quedado demostrado que el paso por los Colegios Electorales huelga; el conteo de los votos directos (al través de los métodos hoy previstos, esto es, anticipado, correo, provisional, etc.) es el que, en suma, está determinando el ganador de esta contienda electoral ¿Por qué no convertirlo en el único peaje para ganar o perder? Si de hecho todos aceptan esa voluntad y el contemporáneo “We the people” exige, sin importar su bandería, que se cuente hasta el último voto ¿Por qué no convertir el voto directo, universal y secreto en Estados Unidos, como la única, directa y universal forma de elegir? Citando al gran dramaturgo inglés William Shakespeare:   “To Be or not to be. That is the question…” Políticos de Estados Unidos, tal vez este sea el momento de cambiar y superar este “amargo y sorpresivo” despertar. Maybe we the people claim for that…

 

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