¿Votar o no votar?: he aquí el dilema…
Parafraseando al príncipe Hamlet, personaje de la afamada pieza de William
Shakespeare del mismo nombre, cuando en el Acto 3, escena 1, inicia su hoy muy
afamado y conocido soliloquio, exclamando “To
be, or not to be, I there’s the point” (según la versión de 1603, conocida como Bad Quarto), iniciamos estas líneas
con un dilema de mucha actualidad: votar
o no votar, he aquí el dilema.
Luego de una muy interesante conversación con uno de nuestros más aplicados
doctorandos, quienes me honrasen con su asistencia a nuestros tres cursos
doctorales en Ciencia Política, el abogado y MSC Oscar Borges Prim, he creído
pertinente escribir estas líneas, más que cómo ejercicio teórico, como
expresión de mi opinión personal sobre el tema, ajustándome a la amplitud del
subtítulo de este blog, que contempla la posibilidad de la expresión de la
propia “opinión”.
La postura de Borges Prim, según él mismo expresara, se apega a dos
consideraciones: una de carácter jurídico y otra de carácter político, esto
último, lo político, entendido en términos de la democracia participativa y
protagónica, en el contexto del ejercicio de un derecho individual, por demás
inalienable e imprescriptible en democracia. Ambos argumentos, los anclaba en
el hecho de que siendo un hombre de leyes y siendo consagrado en nuestra Ley
Fundamental el derecho al voto, era condición necesaria y suficiente para
cumplir con la norma jurídica, el ejercicio efectivo, eficiente y eficaz del
voto, con independencia de las condiciones imperantes en los procesos
electorales e incluso más allá de los resultados. En relación a un artículo
escrito por un servidor, previo a estas líneas y presentado bajo el título “El voto inútil”, el abogado Borges fue
concluyente: el voto nunca será inútil
por su peso específico en términos de lo que representa para la vida de una
democracia y por consagrase taxativamente en nuestra Constitución Nacional.
La postura de un servidor, soportada en consideraciones politológicas
debidamente sustentadas, se basa en la “utilidad”
del voto respecto de sus resultados, fundamentándose además de fondo, en que solo aquello que da resultados
tangibles, es definitivamente útil en la realpolitik.
Como vemos, ocurre en la presentación de ambas posiciones, un hecho interesante
y que no podía dejar pasar para hacer una manifestación personal, como ya
dijésemos, fruto de nuestra opinión, pero también la exposición de un par de
posturas que, en apariencia antagónicas y circunscritas al ámbito de votar o no votar, no son sin embargo y
curiosamente, mutuamente excluyentes y, acaso, esta breve disquisición podría ayudar
a quien, como el príncipe Hamlet, estaría iniciando su propio soliloquio sobre
el particular, de cara al evento electoral venezolano, a realizarse la semana
entrante.
Borges es un demócrata convencido y militante. Pero lo es más allá del
discurso trillado por los “demócratas postizos”
o los “neo demócratas socialistas”,
al estilo chileno, venezolano, cubano, nicaragüense o chino, por citar a
algunos de estos “demócratas de discurso
y ocasión”. Tiene la firme convicción de que si usted es demócrata y
vive bajo el imperio de la ley constitucional, por mucho que ese imperio sea
manipulado y los contenidos acomodados a los intereses de quienes mandan, si se
ofrece un mínimo resquicio, la única manera de mantener aquel resquicio vivo,
es aprovechando su magra existencia.
Usted debe votar si es un demócrata convencido, de lo contrario, todos los
espacios accesibles de representación, serán cooptados por una sola visión,
vale decir, la única opción de pensamiento totalitario, en nuestro caso, aquel
rojo-rojito. Valido de forma y fondo, este argumento favorece inequívocamente
al voto, ante cualquiera que sea la condición de participación. Ergo, existe
una Constitución Nacional vigente que consagra el voto, a su vez, existe la
oportunidad de su ejercicio, así como la ocasión. Nada impide su realización
desde la convicción democrática. Si usted tiene un pensamiento gobernado por
las convicciones antes expuestas, debe y tiene que votar. La duda muere ante
tan pulcra exposición.
Este servidor es, ante todo, un científico político. Basa sus
argumentaciones en sana Teoría Política y conduce sus actos desde la
perspectiva de lo “útil” en el
ejercicio de los derechos políticos individuales. El voto es un derecho político
individual en democracia, pero el mecanismo pasión-emoción-acción,
tan útil al “discurso político motivador”
en la realpolitik, especialmente en
nuestros países hispanoamericanos, poco o nada permean nuestros actos.
Esta elección del domingo 6 de diciembre, en las condiciones que, según la
evidencia empírica inconfutable, se muestran, no ofrece la posibilidad de “resultados esperados” contrarios a los
que se cantan. Los candidatos de oposición no son conocidos, luego entonces el
voto es ciego. Los candidatos conocidos, tanto de unos como los otros, han sido
entubados en sendas listas, que privan sobre los votos individuales. En el caso de
aquellos partidarios del gobierno, tanto militantes, como funcionarios públicos
a su servicio, han sido instruidos para votar por la lista y antes y después
del voto, registrarse en los llamados “puntos
rojos” próximos a los centros de votación, por cierto, contrariamente a lo
dispuesto en la ley electoral. El
voto para los rojos, es de carácter estrictamente obligatorio, bajo ninguna circunstancia
media el derecho a “votar o no”, vale
decir, para los rojos no existe el dilema entre “votar o no votar”. Hamlet no viste, definitivamente, de rojo,
rojito.
Se han cerrado centros de votación y reubicados otros, por cierto, a
distancias considerables de su ubicación original, lo que desmotiva el voto distinto
de la facción gobernante, porque así sea en la Habana, los votantes rojos con
todo y pandemia, reiteramos, tiene su “sagrada
e ineludible” obligación de votar. Por lo demás, ya ha salido el primer
vicepresidente del PSUV a amenazar y presionar, disparando dicterios a diestra
y siniestra, contra adversarios políticos y los propios considerados o posibles
candidatos a “traidores”. En suma,
las condiciones objetivas del proceso electoral no ofrecen otro “resultado positivo” fruto del ejercicio
al voto, como no sea aquel del color mercurial del poder: el rojo.
En función de la argumentación anterior, si usted estima que, en estricta
aplicación del criterio de “utilidad del
voto”, el ejercicio del derecho al voto resulta inútil, usted tiene todo el
derecho a no votar. Sea que los resultados ya hayan sido manipulados por
quienes ejerzan el poder político o no, la opción de no votar también es y debe
ser admisible en democracia, aun para aquellos quienes, de fondo, realmente no
crean en ella o la miren en sentido estrictamente discursivo e instrumental.
Como hemos visto, tanto el votar como el no votar, son posturas
perfectamente admisibles si se es demócrata de convicción. Y quien no vote como
aquel que lo haga, sujetos de respeto y consideración, más allá de la mediocre
dirigencia política (a ambos lados de nuestra acera criolla) que hoy se tiene y
tristemente se exhibe.
En una adjudicación errónea que la parla popular intencionada, ha hecho al
discurso de Benito Juárez y la historia “lorística”
(de eterna repetidera de loros, si se me permite el vocablo) se ha empeñado en
reafirmar, “el respeto al derecho ajeno
es la paz” y el dilema de “votar o no
votar” deja de existir, si respetamos de cada quien su postura. En los
estertores de nuestra democracia, que, en sana teoría, perdió el camino hace cerca de 40 años, el solo hecho de respetar las voces disidentes, le sigue
insuflando aire a su agonizante existencia vital. Votemos porque siga
existiendo en y entre nosotros, el respeto inmaculado hacia el derecho ajeno. Mientras
esto ocurra, acaso tendremos acceso al más preciado de los bienes democráticos: la paz…
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