El tránsito inexorable de las tiranías: una reflexión empírica.

La calificación de “tiranía” aplicada sobre un gobierno particular, no puede ser, a la luz de la Teoría Política, un concepto visceral en lo discursivo. Antes por el contrario, es fácilmente sustentable a partir de las formas de gobiernos definidas por Aristóteles y Platón en la Grecia clásica; Cicerón en la Roma antigua, en el tránsito de República hacia  Estado; y muchísimo más tarde por teóricos como Vittorio Alfieri y Rafael Fernando Seijas, el uno dramaturgo italiano devenido por accidente en teórico político, en virtud de los avatares propios de su oficio, allá en el siglo de las luces; y el otro, político venezolano decimonónico, quien la viera de cotidiano, muy de cerca y por costumbre inveterada en nuestro patio.

Sobre la tiranía y los filósofos de la Grecia clásica, específicamente Platón, hace saber la profesora Elena Plaza:

“Para los filósofos griegos la tiranía era la más abominable, bárbara y corrupta forma de dominación política. En el pensamiento de Platón la tiranía formaba parte de los “gobiernos viciados”: el oligárquico, el democrático y el tiránico. El tirano era un personaje víctima y esclavo de sus pasiones; se proclamaba así mismo como defensor de los intereses del pueblo, repartiéndole tierras a su antojo y haciéndole las más pomposas promesas. El alma del tirano, era un alma sin freno alguno…”[1]  

En una dimensión equivalente y en su texto “La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político”, Norberto Bobbio, citando a Heródoto, en una conversación entre tres personajes persas imaginarios, luego de la muerte de Cambises y tratando de decidir quien pudiera sustituirlo, coloca en boca de Otanes, uno de los personajes, el siguiente discurso:

“La monarquía haría salir incluso al mejor de los hombres de su norma natural, cuando tuviese tal poder. La posesión de grandes riquezas genera en él la prepotencia y, desde el inicio, la envidia le es connatural; y teniendo esas dos cosas tiene toda la maldad: en efecto realiza las acciones más reprobables, unas dictadas por la prepotencia, otras por la envidia. Parecería razonable que el monarca-tirano fuese un hombre sin envidia, desde el momento en que tiene todo. Pero se ha hecho al contrario de esto para con los súbditos, pues odia a los pocos buenos que han quedado, se complace con los peores, presta gran atención a las calumnias. Y lo más absurdo de todo: si en efecto lo admiras mesuradamente, está apesadumbrado, porque no es muy bien honrado; y si alguno lo honra mucho, está molesto como con un adulador. Pero ahora diré lo que es más grave: trastorna las leyes patrias, viola mujeres y mata por capricho.”[2]

El monarca-tirano al que se refiere Otanes, bien lo define Aristóteles, en cuatro clases sin límites apreciables “…la propia de las monarquías de los bárbaros, las tiranías electivas, las tiranías que instrumentalizan las leyes a beneficio del tirano y la monarquía absoluta, entendiendo a esta última como un gobierno en el cual el poder se ejercía irresponsablemente sin ninguna ley, para el interés del gobernante y no para el de los gobernados.”[3]  

Los romanos, luego de la muerte de la República, exponen por boca de Cicerón, en su “Tratado de la República”, los tipos de tiranía que podrían llegar a agobiar al “Popolo Romano”, distinguiendo tres tipos: la tiranía del rey, quien ejerciera el poder contra su propio pueblo; la del usurpador, quien lo hiciese, bis a bis como el rey, en beneficio propio; y finalmente la del propio pueblo como colectivo (asimilable acaso a una parte de él), que el gran pensador republicano calificase como “imperio del pueblo”.

Por su parte, Vittorio Alfieri define a la tiranía como toda clase de gobierno “…en el cual la persona encargada de la ejecución de las leyes puede hacerlas, destruirlas, violarlas interpretarlas, entorpecerlas, suspenderlas o, simplemente, eludirlas con la certeza de la impunidad.[4] Rafael Fernando Seijas, hace lo propio, un poco más de una centuria posterior, en Venezuela y en los siguientes términos:

La tiranía es el estado anormal de una nación independiente, porque representa la voluntad o el capricho individual sustituyendo el querer nacional, definido en las instituciones. La tiranía se sobrepone a todo sistema de administración, y deja por lo mismo de ser gobierno; es la arbitrariedad sustituida a las leyes.[5]

De manera que si intentásemos la construcción de una definición de “tiranía” desde una intersección de las concepciones expuestas previamente, podríamos decir que la tiranía se trata de una forma de gobierno en la que quien la ejerce no solo hace las leyes a su real saber y entender, capricho y satisfacción de intereses (bien sean materiales o de poder), sino que puede, en el camino de su aplicación, violarlas, ignorarlas, entorpecerlas o destruirlas según, precisamente, el balance positivo o negativo de esos intereses en juego, sustituyendo en consecuencia por la arbitrariedad sus contenidos e ignorando todo sistema de administración, sobreponiéndose a él así como a las instituciones, aun siendo ambos sujetos-objetos de su propia creación.

En el mundo de hoy, pareciera estar surgiendo con gran fuerza la figura del “tirano”. Gobernante arbitrario, quien hace las leyes a su real saber y entender, según sus creencias e intereses en juego; perseguidor de la disidencia y capaz de matar a sus adversarios, haciendo inadmisible la protesta; ensalzando, además, a una suerte de proscrito moral y legal, quien convierte en parte sustantiva de sus seguidores, a despecho de cualquier forma decente de observación, porque la única moral existente es la propia o la que conviene.

Individuos sin escrúpulos de ninguna especie, entregados, en adición, a una suerte de lujuria de ambiciones materiales, que justifican con cualquier pretexto. Larga es la lista, por ejemplo, la dinastía Castro en Cuba; Daniel Ortega y Chayo Murillo en Nicaragua; Nicolás Maduro y su madurociliato, banda colectiva, pandora de íncubos, que sostiene su roja tiranía; la oligarquía ciega colombiana, quien disfraza su ejercicio omnímodo del poder tras la fachada de la “democracia perfecta” y que pareciera tener un doloroso símil en la oligarquía chilena.

Pasando la mar océano, la oprobiosa dictadura de Valdimir Putin y su oligarquía mafiosa; aquella su fiel eslava tributaria, política y militar, de Alexander Lukashenko, allá en la vieja república socialista de Bielorusia; la que pretende construir desde la otra banda Víktor Orbán en Hungría o tratan de instalar tipos del mismo pelaje en Polonia. Regep Tayip Erdogán hace tiempo que mantiene una tiranía feroz en Turquía, también con fachada de “sistema democrático” y sus homólogos en los países vecinos, con el apoyo negligente de occidente a quien, el Tamerlán de este tiempo (Erdogan), le coquetea cada vez que conviene a sus intereses de poder.

Otro tanto tiene Abdelfatah El-Sisi, en Egipto y no se diga más de los reyes del desierto: verdaderos monarcas-tiranos dueños de Qatar y Kwait, digitados por la monarquía absoluta de los Abdulasiz, bajo el mandato del príncipe Mohamed, quien gobierna por mampuesto del Rey Salmán. Kim Jong Un es el sangriento tirano de Corea del Norte, el tercero de una dinastía que pareciera no tener fin y que ya prepara a la “primera gran tirana” de este tiempo: su feroz hermana.

Xi Yi Ping en China, quien se pretende erigir (si ya no lo es) en el primer emperador rojo contemporáneo de esa milenaria comarca. Y podríamos seguir esta larga lista, pero no podemos concluirla sin mencionar al último (por lo reciente, no por su final definitivo) y mayor ególatra en la historia republicana de los Estados Unidos: Donald John Trump, quien de haber tenido éxito su raid sobre el Capitolio Federal, hoy sería el primer dictador en la historia “democrática” del gran país del norte.

Pero todos los aquí mencionados y los que queden por mencionar, olvidan, borrachos de poder omnímodo, que nada dura para siempre, como reza el viejo dicho y que las tiranías parecieran tener, al menos empíricamente, un tránsito inexorable. Ascienden al poder por cualquier vía, desde la más pulcra institucionalidad hasta el golpe militar de fuerza, con la imperiosa muerte de los detentadores anteriores. Se consolidan en el tiempo a base de una combinación de fuerza brutal y concesión de prebendas a quienes pueden garantizarles el poder político y la riqueza material en el tiempo. Neutralizan, mediante persecución, tortura, desaparición y muerte, por las malas, negociación y “compra” por las buenas, a sus adversarios políticos, terminando definitivamente con sus “enemigos” y, de nuevo, “actuales o potenciales adversarios”. Y así, se quedan solos, cómodos en el ejercicio y consiguiente usufructo del poder político. Nada y menos nadie, parece perturbarlos. Son los únicos y exclusivos propietarios de naciones, mieses y pueblos.

Olvidan, sin embargo, que quedan ellos íngrimos y no hay peor maldición para el perro loco, que la persecución y daño a su propia cola, en un obsesivo deseo por su captura. Todo se transforma en “amenazantes sombras”; todos y todas, son observados como enemigos y enemigas. Lentamente, una suerte de demente y policíaca obsesión, los obliga a “vigilar y castigar” hasta al más fiel de los seguidores. Contradicciones, actos fallidos y gazapos imperdonables, van plagando su gestión y aunque sus adláteres y adulantes de siempre, traten de minimizar su existencia, las consecuencias de sus errores se hacen cotidiano tema de conversación, contenido insustituible de la crítica próxima, hasta que, finalmente, se materializa en la traición letal, más por conveniencia que por cualquier otra razón.

Entonces, los tiranos mueren asesinados, desaparecen “víctimas de una cruel y extraña enfermedad” o son inexorablemente derrocados en una “sangrienta rebelión popular” de la que no los salvan ni sus más “fieles seguidores”. Las tiranías se agotan; consumen demasiados recursos en el último tracto de su existencia, perdiendo lealtades tal y como suele filtrarse el agua en un casco naval averiado. Pareciera ser su tránsito inexorable: ascenso, consolidación, auge, conspiración, traición y caída. O el derrocamiento o la muerte, sea por mano de sus antiguos y fieles colaboradores o por alguno de sus más enconados enemigos. Larga también es la lista de tiranos caídos: Cayo Julio César, Kublai Khan, Tamerlán, Selim, Iván etc., allá en un remoto pasado. En la contemporaneidad: Machado, Hitler, Farouk, Idris, Palahvi, Somoza, Videla, Bocaza, Amin, Ceaușescu, Hoenecker, Kadaffi etc., todos tiranos alguna vez prevalidos de su poder, hicieron, muy a su pesar más tarde, el “tránsito inexorable”.

Ningún tirano está o estará a salvo. Al final de su camino, sea la semana próxima, el mes entrante, dentro de uno, cinco o sesenta años, los tiranos terminarán en el arroyo o en la tumba, porque, infortunadamente para ellos y como el cáncer, la condición terminal siempre habrá de alcanzarlos. Los pueblos pueden ser encarcelados, torturados, dopados o asesinados, pero siempre, por fuerza telúrica indetenible, propia de la dinámica que inducen las tiranías, terminan manifestándose con fuerza; los “aliados internos” de los tiranos acobardándose y los adulantes abandonándolos en el peor momento. Sucumbirán tiranos, no hay nada que puedan hacer al respecto: es su inexorable destino final. Fatum est ruina mortis aut tyrannus tuam…



[1] Plaza, Elena; Estudio Preliminar. Consideraciones históricas y políticas sobre la tiranía escritas a  la luz de DELLA TIRANNIDE de Vittorio Alfieri. De la Tiranía. FUNDACIÓN MANUEL GARCÍA PELAYO. Caracas, 2006. Pág.14. Nota: las negrillas son nuestras.

[2] Bobbio, Norberto;  La teoría de las formas de gobierno en el pensamiento político. FCE. México, 2006. Pág.16. Nota: las negrillas son nuestras.

[3] Plaza…Op.Cit…Pág.14. Nota: las negrillas son nuestras.

[4] Alfieri, Vittorio; De la tiranía. FUNDACIÓN MANUEL GARCÍA PELAYO. Caracas, 2006. Pág.52. Nota: las negrillas son nuestras.

[5] Seijas, Rafael Fernando; El Presidente. FUNDACIÓN MANUEL GARCÍA PELAYO. Caracas, 2012. Pág.35. Nota: las negrillas son nuestras.

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