El desplome de los mitos y la ruina moral por consecuencia.
Corre el año 21 del mismo número cardinal del siglo. El mundo y su
población humana (que parece ser, a ojos vista también humanos, la única cuya
supervivencia parece interesar), sufre una pandemia feroz que ya lleva en su
haber más de un millón de muertes, manteniéndose al parecer la cuenta en
progreso indetenible. Y resulta sorprendente constatar como buena parte los
mitos morales construidos por el discurso político, desde las postrimerías del
siglo XX hasta el siglo XXI, se han desplomado, tal cual lo hace la vida frente
la acción del tan temido virus SARS-COV-2.
“Aquel que trabaja duro y
honestamente, llega a la cima”; “el ahorro hace la riqueza”; “el honesto
prevalece sobre el deshonesto”; “la avaricia rompe el saco”; “la trampa es mala
y más temprano que tarde, termina saliendo”; “solo el justo prevalece”; “el
crimen no paga”; “somos grandes, porque somos buenos”; “la pureza del alma y la
entrega a Dios libera del pecado”. Las máximas que anteceden hacen parte sustantiva de nuestra “moralidad secular y religiosa cotidiana”,
la misma que cargan y han cargado de significantes al discurso político mundial
hasta hoy. Junto a conceptos políticos como libertad,
democracia, revolución y elecciones (que este servidor no deja de calificar
como deletéreos, dada la suerte multifacéticamente peligrosa que su uso
discursivo encarna), hacen parte de esa suerte de “verdades huecas” que han colmado la paciencia de los pueblos, como
colectivos, al contrastarlas con su realidad cotidiana.
Comencemos por aquella falacia de que “el
trabajo duro y honesto, conduce al éxito”. Desde que la crisis económica de
2008 demostró que los banqueros de inversión habían robado a sus
cuentahabientes, para luego, en el mayor de los descaros, pagarse sustanciales
primas de liquidación de funciones, así como dietas vulgares por asistencia a
reuniones de juntas y figuras como Bernie Madoff o Jeffrey Epstein (en lo
financiero) hicieron su aparición pública en el mundo, se pudo constatar que “el trabajo duro y honesto” no producía
otra riqueza que la “perplejidad del
engañado”. ¿Podía tratarse de apenas máculas en el mundo financiero
internacional? ¿O, acaso, las mafias había permeado la “proverbial honestidad bancaria”? No, definitivamente no. A juzgar
por todo lo que salió a la luz entonces, se trataba de una práctica común entre
“engañados y engañadores” y no de una
simple “trampa ocasional”, antes por
el contrario, se había abiertamente manifestado la existencia de un “entramado tramposo” que, a su vez,
parecía haber hecho metástasis en el sistema financiero internacional.
Junto a la caída de esa tamaña estupidez, de la que los políticos liberales
o no, en países como Estados Unidos y conglomerados nacionales como la Unión
Europea, hacían uso discursivo muy frecuente, sobre todo en tiempos electorales,
se desplomaron en la práctica las construcciones discursivas concomitantes,
esto es, “el ahorro hace la riqueza”, “el
honesto prevalece sobre el deshonesto” y
“la avaricia rompe el saco”. Sociedades financieras centenarias como J.P
Morgan, Anna Mae o Merryll Lynch cayeron como plomadas al fondo, en el peor de
los muladares fangosos de la inmoralidad, cuando apenas, meses antes, eran
importante “donors” en prestigiosas
sociedades de ayuda mutua, universidades e iglesias tanto en Estados Unidos
como en Europa.
Suerte de “todos sabían” pero
muchos “se asociaron a la comparsa de
ladrones” bien por conveniencia o miedo. Y así el mundo continuó su camino,
viendo hacerse más pobres a los pobres y mucho más ricos a los miembros de las
más altas cúpulas de un estamento bancario internacional, de comportamiento más
deleznable que el mayor de los criminales de ese tiempo. El mito de la honradez
cojeaba, pero aún se mantenía de pie, eso sí, trastabillando sin duda. Y
entonces llegó el COVID.
Hemos visto levantarse a la miseria humana, tal como lo hace una tormenta
de arena, en toda su extensión. Empresas farmacéuticas medrando mediante el
anuncio conveniente de “nuevos
descubrimientos”, que resultan ser falsos y se utilizan a los únicos
efectos que hacer “valorar sus papeles en
el mercado bursátil”; negociados clandestinos de despachos de vacunas al
mejor postor; acaparamiento de inventarios para obtener de ellos pingües
beneficios, más allá de las contrataciones previas con otros gobiernos o
naciones económicamente menos favorecidas.
Por el lado de la política real, gobiernos mintiendo descaradamente sobre
las víctimas, tanto contagiadas como fallecidas, así como el “cumplimiento de metas de vacunación”;
otros jugando con el miedo para someter y controlar socialmente a sus pueblos,
aprovechando la muerte coyuntural; y lo peor: políticos y gobiernos que califican
la pandemia de falsa, apenas una leve “gripesita”
o, en el más despreciable de los casos, anunciado la existencia de “gotitas milagrosas” que puede acabar,
en un soplo, con una enfermedad mortal. Se ha verificado así el desplome definitivo de aquellas
condiciones humanas que hacían, precisamente, a los humanos, llenarse la boca
acerca de su “indiscutible superioridad”:
la razón, la compasión y el respeto por
su propia existencia vital, tan simple como en una palabra: la vida.
Sumémosle a todo lo anterior, una suerte de “culto a la trampa” que se ha incubado y crecido, de manera
definitiva, en los espacios más variados, por lo menos en los últimos veinte
años. Desde la academia, hasta el arte; desde la farándula televisiva hasta el
mundo de las luminarias cinematográficas o el deporte. Padres ricos pagando a “empresas especializadas” para trampear
las condiciones de admisibilidad exigidas por importantes instituciones
académicas del mundo, a los fines de garantizar el acceso de sus acomodados
hijos a los respectivos campus; premios que se negocian tras bambalinas tanto
en el teatro como en el cine o el mundo de la música pop; y una de las más tristes, especialmente para
quienes entrenan o entrenaron a jugadores nóveles en algún deporte competitivo
mundial, como el fútbol, el básquet o el béisbol: el énfasis en el
perfeccionamiento de las jugadas que pueden “engañar”
a los árbitros, para lograr una “falta
clave” en un momento aciago durante la competición, de tal manera de
eliminar un jugador importante, desbalancear al contrario o lograr una
sentencia a favor. Ya no importa el justo castigo al delito: lo crucial es
lograr el “tecnicismo adecuado” para
librarse de la sanción o el pago de algún “sustantivo
soborno” que afloje a los magistrados decisores. La honestidad se ha
desplomado; ya no importa la falta, el culpable y el castigo proporcional: la clave radica en sortear el castigo,
minimizando o haciendo desaparecer la falta y haciendo lucir al culpable como
una “inocente alma” sujeta a infame persecución.
Y, precisamente, en el mundo del hampa y sus eternos perseguidores, esto
es, los mecanismos judiciales y los cuerpos de seguridad, la perplejidad no es
menor. Policías y militares de alto rango, hampones a gran escala y de
minuciosa factura; gobiernos enteros coludidos con cárteles de la droga y
cárteles de la droga que hacen gobiernos, en localidades estatales o
municipales. Altos funcionarios de los gobiernos mundiales, en las nóminas de
las mega organizaciones criminales del orbe, haciendo comparsa equivalente con
importantes representantes de la banca, la industria y el comercio, en sociedad
o coludidos con los capos mafiosos.
Cierra nuestra crónica del desplome moral con, acaso, uno de los más cismáticos
de todos: aquel que proclama que “la
pureza del alma y la entrega a Dios librera del pecado”. La decepcionante
aparición, cada vez más pública, de la pederastia en la Iglesia Católica,
coloca el último clavo a la cruz de su Cristo otra vez desfalleciente.
A sabiendas de que es una práctica que podría remontarse hasta la Alta Edad
Media y que incluso personajes como el sacerdote Miguel Hidalgo y Costilla, en
el amanecer del siglo XIX, reconocido como el Padre de la Patria en México,
hubiera de ser en su tiempo fogoso amante de muchas damas, el abuso infantil
había permanecido soterrado o tal vez condenado al silencio monástico y
cómplice de los antiguos jerarcas eclesiásticos. Pero devenidos los siglos, se
creían deslastrados del comportamiento de los sacerdotes y sujetos a la más
severa revisión de la jerarquía de la Iglesia. Pues no, hoy día se han
destapado “miles de ollas podridas”,
en igual número de lugares sobre la tierra y lo que resulta más asqueante: bajo
el silencio y la complicidad de la autoridad eclesiástica de mayor rango. La
pureza infantil, argumento inconfutable, ya tampoco tiene valor alguno, aún más
para aquellos quienes su “intocable e
inmaculada” constitución, habían proclamado destempladamente desde sus encumbrados
púlpitos eclesiales católicos.
Este siglo XXI, podría llegar a ser el principio del fin inclemente de la
humanidad, acaso por la acción de tres de los jinetes de la Apocalipsis (cuya
mención ha sido tantas veces trillada, también en el discurso político de
ocasión, cuando apremian las ganas por la “trascendencia”)
esto es, la muerte, la guerra y la peste,
especialmente la última, o, tal vez, una magnífica oportunidad para renovarse
como especie y sobre el único espacio habitable para ella: el planeta tierra. No obstante, abrigando no pocas dudas acerca de
tal “renovación” abandono finalmente
estas líneas, cejando en mis fuerzas esperanzadoras: demasiados escombros, demasiada estulticia, demasiada ruina moral
humana, en suma, demasiada basura…
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