El sistema político castrista cubano. El origen…
Desde inicios del siglo XX en América Latina, especialmente desde la
llegada del discurso marxista y, en consecuencia, el “lenguaje político marxista” como forma de expresión de su discurso
político (aunque puede registrarse tanto en México, como Venezuela y Argentina,
suficiente evidencia empírica en relación a la difusión del Manifiesto
Comunista en nuestros predios, por lo menos desde la medianía del siglo XIX),
los llamados “movimientos
revolucionarios” del continente fueron adoptando tal lenguaje en sus
planteamientos políticos, económicos y sociales.
Fue el caso de los movimientos comunistas o socialistas que surgieron como
respuesta a las largas dictaduras militares y sus contrapartes civiles de
naturaleza autocrática. Una suerte de imbricación de los eternos reclamos
socioeconómicos y de participación política de las grandes mayorías
empobrecidas en nuestro continente y de los clamores de justicia social que
trajese buena parte de la población obrera
inmigrante europea de la primera oleada del siglo XX (sobre todo los
anarquistas, socialistas y comunistas), se materializaron en el discurso local “marxista revolucionario” que trajo,
como concreción final, a los partidos comunistas y sus medio hermanos
socialistas, junto a una creciente organización sindical de ese corte
ideológico en nuestro continente.
La toma del poder se convirtió en meta impostergable, como la estrategia
ideológica marxista así lo exigiese y tanto socialistas como comunistas, se
lanzaron a esa conquista, en principio (sí se les ofrecía la ocasión, Argentina
y México, por ejemplo) por vía electoral, sobre todo en comicios regionales.
Luego, mediante la lucha armada (caso Bolivia, medianía de siglo XX y
Venezuela, años 60 y 70 del mismo siglo), convocando a “las masas empobrecidas” para la toma del poder, a los fines de
hacer realidad aquella “justa máxima”
de la “dictadura del proletariado”, necesaria
y suficientemente proclamada por Carl Marx y Federico Engels en su Europa
decimonónica, y hecha realidad contundente en la Revolución Bolchevique rusa, a
principios del siglo XX.
Cuando esas “masas empobrecidas”
comparaban su dura y diaria existencia con la realidad circundante en nuestros
países, el discurso marxista sonaba como “música
para sus oídos” aturdidos de tanto “ruido
democrático”, sin contraprestación económica y social en la realidad. La
libertad era una promesa efímera; la justicia, única para quienes fueran
poseyentes de incuestionable solidez económica; la participación política,
sujeta a un voto, la mayoría de las veces “mercancía”
objeto de transacción comercial o fraude “consensuado”.
El sistema político, económico y social “justo
y amplio” prometido por las democracias liberales o las dictaduras
militares de ocasión[1],
no pasaban de ser vanas ilusiones para las mayorías y en la práctica, botín de
guerra para las oligarquías prebendadas, surgidas de las gestiones de los
variopintos gobiernos, fueran de “gorra o
birrete”, que surgiesen en el camino de su devenir histórico.
Fue así como “prendió” el
discurso marxista y su asociación con la “revolución
posible”, hecho concreto en un mundo de justicia social, abundancia de
recursos y bienestar compartido, sobre la base, por exigencia de la propia
revolución, de una riqueza también compartida, surgida como respuesta natural
cuando se adquiriese, definitivamente, la propiedad sobre los medios de
producción.
Más sencillamente: la revolución
vengaría a los preteridos de todas las horas y en adición, les suministraría
sin tasa y medida, los medios y los recursos para ser felices. El sueño
marxista se había sembrado: el sueño
impostergable ofrecía visos concretos de realidad tangible.
Como suele ocurrir con la comprobación empírica de una hipótesis de
investigación, los diferentes gobiernos que se sucediesen en nuestra región,
fuesen llevados por “enjundiosos
estadistas” de trajes cortados al mejor estilo inglés o por gamonales
vistiendo uniformes militares, cubiertos de galones, alamares y bisutería
metálica, la mar de las veces representativa de condecoraciones sin
merecimiento bélico de ningún tipo (como no fuera la “guerra a muerte” contra sus pobres e indefensos pueblos),
permitían confirmar la necesidad imperiosa de la realización del “sueño revolucionario marxista”.
Ladrones descarados, promotores de organizaciones empresariales de corte
cuasi mafioso, mediante el contubernio oportuno de Estado y empresarios
privados, cohechadores y usufructuarios de la cosa pública, los gobiernos
corruptos y moralmente deleznables, se fueron sucediendo uno tras otro y los
miembros de las “masas empobrecidas” (especialmente
aquellos que no tuvieran el chance de hacer parte de la danza de la fortuna),
se radicalizaban aún más, mediante el embrujador efecto del discurso de líderes
románticos, encendidos por la tea de inspiración marxista, en asociación, unas
veces, en complicidad, en otras, con sesudos intelectuales ideólogos, hábiles
interpretadores de la injusta realidad y propaladores del “mágico remedio marxista” a todos nuestros males socioeconómicos.
Así vivimos en nuestro continente (y aún lo hacemos), el ascenso del
socialismo y del comunismo, fundamentalmente retóricos. Y cada vez que las
masas han esperado un cambio radical a su magra existencia, mediante el
protagonismo singular gobernante de sus “vengadores
socialistas”, ha ocurrido todo lo contrario. Peor que nunca en resultados económicos e inhábil para
promover el ascenso social, como no fuese por vía de la exaltación del
resentimiento y favorecimiento de la delación, la persecución y la tortura, a
favor de quienes ejercen el poder, la revolución socialista[2]
a la larga, así como su par comunista, no han servido a otro propósito como no
fuese la perpetuación de los vicios de sus contrapartes y el favorecimiento de
las mismas prácticas condenables que antes señalasen y criticasen en sus
enemigos ideológicos. La misma basura pero esta vez pretendiendo ser perfumada
con los efluvios del cotidiano ejercicio discursivo marxista, basado en un
bombardeo propagandista sistemático y permanente.
Es del contexto antes expuesto, que nace y se reproduce lo que en estas
líneas hemos definido como “el sistema
castrista” hoy extendido definitivamente hacia Venezuela y parcialmente
vívido en Nicaragua y afirmamos “parcialmente
vívido” en esta última república centroamericana, entre otras razones de
peso porque allí se mantiene vivo y en posesión del poder “el líder omnímodo y omnipotente” que viera nacer y consolidara su
respectivo adefesio revolucionario, hoy imagen repotenciada indiscutible de la otrora defenestrada
dictadura somocista “de derechas”.
Fruto de su victoria militar sobre la dictadura de Fulgencio Batista, el
efecto concreto de muchos esfuerzos concertados, tanto en la manigua y las
serranías, como en los campos y ciudades, un grupo importante de cubanos se
hizo del poder político en Cuba, para el crepúsculo de la década del 50 del
siglo XX. Representan a esos cubanos en la lucha por la defenestración de la
dictadura, el Movimiento 26 de julio, el Directorio Revolucionario y la Quinta
del Escambray, junto al Partido Comunista Cubano y otras organizaciones
políticas tradicionales en menor proporción.
El Movimiento 26 de julio, grupo político-militar mayoritario y mejor
organizado, asume el liderazgo de la acción guerrillera y, a los pocos días (gracias
a sus incuestionables y contundentes triunfos finales en combate, en las ciudades
de Santa Clara y Santiago de Cuba,
segunda ciudad en importancia en el país), consolida su posición de dominio, lo
que implica el nombramiento de un nuevo gobierno. Y el 26 hace valer su posición de grupo
dominante, imponiendo una agenda particular, bajo el liderazgo carismático de
su jefe político incuestionable: Fidel Castro Ruz.
De este modo, a lo largo de 1959 y 1960, Castro hábilmente va manejando la
situación de la pugna interpartidaria. Neutraliza al Directorio, declara
enemiga a la Quinta, acusa y encarcela a los líderes de los pocos partidos
tradicionales que quedan y no obstante haber firmado un pacto electoral, bajo
el nombre de “Manifiesto de la Sierra”
y en el que se comprometiera a “celebrar
elecciones generales para todos los cargos del Estado, las provincias y
municipios, en el término de un año, bajo las normas de la Constitución del 40
y el Código Electoral del 43 y entregarle el poder al candidato que resultase
electo…” ignora ese compromiso y, lentamente, va a haciendo realidad su
agenda de poder ante la mirada complaciente de miles de cubanos, que confían
plenamente en su “liderazgo
revolucionario”.
El periodista cubano Reinaldo Escobar, del medio digital 14 y medio.com, escribe un artículo con
fecha 09/05/2021, bajo el título “Los
cinco fracasos de la revolución” y dónde, en uno de sus párrafos deja
constancia de los siguientes hechos históricos:
“…el 1 de mayo de 1960, cuando en un
discurso Fidel Castro hizo su peculiar definición revolucionaria de lo que era
la democracia y una pregunta retórica se convirtió en consigna y en ley:
"¿Elecciones para qué?". En ese mismo acto, por el Día de los
Trabajadores, apelando a "las amenazas del imperialismo yanqui",
Castro advirtió que la prioridad del momento era la defensa de la Revolución,
lo que propició una extensiva militarización de la ciudadanía a través de la
formación de las Milicias Nacionales
Revolucionarias. (…) Tras la disolución del Congreso de la República,
ejecutada en la primera semana del triunfo revolucionario, y la eliminación de
los partidos políticos, la erradicación de la diversidad política se consagró
en 1962 con la creación de una entidad denominada Organizaciones
Revolucionarias Integradas (ORI). De corta duración, las ORI no demoraron en convertirse
en el Partido Unido de la Revolución
Socialista de Cuba[3],
que en 1965 comenzó a llamarse Partido Comunista de Cuba, única, monolítica e
indiscutible organización política permitida.”
Más adelante, Escobar agrega:
“Bajo la premisa de mantener la unidad,
cualquier discrepancia, por mínima que fuera, se consideró una traición, una
colaboración con el enemigo en medio de una plaza sitiada. Fusilamientos,
largas condenas, exclusión social de todo tipo contra los opositores y
descontentos, marcaron toda la década de los 60, donde no faltó la rebeldía
armada, la conspiración, los sabotajes y los atentados.”
Vemos entonces como, una vez más paulatinamente, Castro y su movimiento se
van apropiando del poder integral en Cuba, consolidando así un sistema político,
económico y social que a menudo se confunde con el llamado “socialismo real” pero que configura un sistema mucho mejor
elaborado y hoy en día muy avanzado en términos funcionales, con
características e identidad propia, como para convertirse en un modelo,
objetiva y subjetivamente, exportable y aplicable.
En Cuba hubo casi una veintena de presidentes (electos o de facto) entre
1900 y 1959; entre 1959 y 2012, solo ha habido cinco presidentes: tres
virtuales y dos propietarios del poder fáctico: Fidel Castro y su hermano Raúl,
los dos últimos; Manuel Urrutia, Oswaldo Dorticós y Miguel Díaz Canel, los tres
primeros. Urrutia y Dorticós como mascarones de proa, por y para sostener la
llamada “institucionalidad democrática”, mientras convino ese curso de
acción a Castro. En la actualidad, sin apariencias que cubrir, Díaz Canel
representa la mampara indiscutible del castrismo.
Así fue su origen; en una segunda parte, exploraremos como funciona en
términos prácticos y conforme la evidencia empírica disponible.
El
alacrán, en su acecho, ni se ve, ni se siente; solo se tiene idea cierta de su
existencia, cuando la lacerante picada, se ha materializado en dolor. Tras la
fiebre y el sufrimiento, solo se tiene
certeza de dos cosas: si se resiste, pudiera sobrevenir la vida; de no hacerlo,
el destino inexorable será la muerte…La cuestión radica en resistir…
El sistema castrocomunista: aproximación empírica funcional.
La aproximación que intentaremos en líneas subsiguientes, tratará acerca
del funcionamiento, tras bambalinas técnicas, del sistema político, económico y
social castrocomunista, imperante en Cuba hoy, de acuerdo a la evidencia
empírica disponible, más allá de los logros que alguna vez, la mundialmente
afamada Revolución Cubana, alcanzase
a lo largo de sus dos primeras décadas de procelosa existencia.
Para nadie es un secreto que, bajo el paraguas protector de lo que se llamó
el “Socialismo Real”, representado
esencialmente por (y en) la hoy extinta
Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y en el contexto de la Guerra Fría,
la República de Cuba, Fidel Castro y quienes lo siguieron entonces, lograron
importantes avances en educación, salud, protección social y organización
política interna (no así en materia de producción y productividad industrial),
concentrando todos sus esfuerzos, específicamente en materia de producción, en
lograr la llamada “Cuota Azucarera”
para honrar “los pagos” acordados con
la URSS como contraprestación de la ayuda, tanto en materia técnica como
financiera, pero muy especialmente militar, concretada en materiales y equipos,
así como en entrenamiento técnico y profesional.
La llamada “Crisis de los cohetes”
(1962), sobrevenida con ocasión de la
instalación en la caribeña isla de un sistema de cohetería soviético, apuntando
a territorio norteamericano (suerte de “apuesta
estratégica mutua” hecha por Fidel Castro y Nikita Kruschev para “intimidar” al gobierno de los Estados
Unidos, a cuya cabeza se encontraba entonces John F. Kennedy y en el contexto, reiteramos, de la
Guerra Fría), detonó para los cubanos una consecuencia económica de
significativo peso, luego de resuelta tal situación política entre las dos
potencias que, dicho sea de paso, colocó al borde una tercera guerra mundial al
orbe conocido. En efecto, el gobierno de los Estados Unidos impuso a Cuba un
bloqueo económico que, hasta el sol de hoy, materialmente no ha levantado y
únicamente en muy cortos períodos, apenas ha suavizado.
No obstante, por aquello de una combinación de “solidaridad con el débil que resiste” e intereses compartidos
entre empresarios individuales en otras latitudes y dignatarios de la cúpula
castrista (quienes compartieron, comparten y seguirán compartiendo “beneficios mutuos”), la economía isleña
logró sobrevivir en medio de dos hechos evidentes: la riqueza “in crescente" de la cúpula
castrista y la pobreza (prácticamente indigencia) de la mayoría del pueblo
cubano. Hoy el sistema castrista se ha “exportado”
con éxito incuestionable a Venezuela y Nicaragua, intentándose exportar a
Ecuador y Bolivia, fracasando en el primero y con relativos resultados en el
segundo.
El sistema castrista dejó de ser, hace más de 40 años, “la Revolución transformadora” que prometiera Fidel desde sus
púlpitos encumbrados, allá en sus encuentros siempre multitudinarios, pletóricos
de seguidores “ávidos por escucharlo”, en
virtud, acaso, de dos rasgos esenciales de su personalidad carismática: su
dominio sobre la palabra inteligentemente articulada y su indoblegable e inobjetable
voluntad de poder. Sometido, sin embargo, a la ineficiencia proverbial y sistemática
de su aparato burocrático, además de la imposibilidad de “adecuar” tanto conocimientos
como personal, necesarios y suficientes, además de adaptados a los requerimientos
de los tiempos, la Cuba de Castro quedó aislada de los progresos mundiales en
materia industrial, tecnológica y técnica, llegando a frisar tales niveles de
ruina económica, que obligaron al castrismo a “consolidar” relaciones dudosas con el narcotráfico internacional
(Pablo Escobar Gaviria, 1986), para generar divisas y adquirir magros adelantos
tecnológicos para la subsistencia cotidiana del régimen.
Paralelamente, el mantenimiento de un costoso aparato militar y de
inteligencia, tanto nacional como internacional, obligaron al castrismo a
consumir ingentes cantidades de sus ya magros ingresos, exclusivamente en esos
fines, utilizando como subterfugio “un
estado permanente de guerra” al estar bajo la amenaza latente de un “ataque militar por parte del imperialismo o
de alguno de sus aliados cipayos”. Al propio tiempo, la necesidad de
mantener activa una eficiente estructura de propaganda, así como a sus
operadores internos, obligó al castrismo a invertir otro importante monto
disponible, en la oportuna y conveniente asignación de prebendas, pago de
estipendios, hasta simples sobornos fuera del país, para garantizarse “la adhesión sin condición”.
Con una economía postrada, más por imposición que por obligación, Cuba tiene
que importar los bienes y servicios que consume casi en su totalidad y debido a
las restricciones internas impuestas al libre comercio entre ciudadanos
cubanos, la distribución de bienes y servicios se hace casi “de revolucionarios para revolucionarios”,
ergo, la cúpula y sus adherentes. Esa manera de “concebir la realidad” hoy día, sin duda alguna, más allá de lo
ideológico, ha generado dos sociedades contrapuestas y en pugna: la que recibe y la marginada.
Recibe aquella que hace comparsa con el castrismo, en suerte de carnaval de
miedo y conveniencia, transformándose en “sociedad
cómplice por obligación” de una dictadura que trasciende las creación
socialista, trocándose actualmente en una más de las tantas que ejercieran
familias específicas, sobre las empobrecidas masas de nuestras naciones en
otros tiempos. Los Castro han pasado a ser los Trujillo o los Somoza de este
tiempo, solo que parloteando un discurso en clave marxista y sin el apoyo
irrestricto de los Estados Unidos del que disfrutasen sus antecesores. La
familia Ortega en Nicaragua, transita la misma senda.
Paradójicamente, la otra parte de la sociedad, esto es, la marginada, se
corresponde con la inmensa mayoría de la población, generando dentro de aquella
la ocurrencia casi obligatoria a un sinfín de prácticas deleznables para
sobrevivir, que contradicen “la antigua
moral revolucionaria” y que van desde la prostitución hasta el narcotráfico
o desde el soborno hasta el hurto menor. La creación social del “hombre nuevo”, hoy día se ha visto
absolutamente frustrada por la cruel realidad de la miseria material colectiva
y la falta evidente de oportunidades, si no se hace parte de la multitud de
adherentes “buscadores de la vida”,
mediante la adulación, el cohecho y la concusión. Quien se opone de manera
militante a este estado de cosas social, económico y político, haciendo
materialmente patente esa oposición, le espera la cárcel, en el mejor de los
casos; la tortura y la muerte en el peor.
Sabiendo de la necesidad, prácticamente vital, que los Castro y sus
allegados tienen de la pervivencia de este sistema político deforme en Cuba (de
sucumbir, tendrían que esconderse en quién sabe dónde), han establecido una
eficiente red de delatores y represores, a todos los niveles sociales de la
isla, de modo que aquellos, especialmente para no perder la dádiva prebendaria,
se dedican a espiar, encarcelar y torturar a los otros, en cualquier lugar u
ocasión, ejerciendo con eficacia sus “artes
de chivatería y represión”.
Para los más altos en la jerarquía, los “premios
metálicos” por servicios cumplidos, en ingencia de dólares del imperio.
Para los más bajos: cinco pesos, el pollo y el pan. Esa manera de concebir un
orden social particular, privilegiando la delación contra el pago del soborno,
disfrazándolo a veces de estipendio y otorgando prebendas según sea la cuantía
y figuración de la adhesión, lo han exportado, junto a sus chivatos y
torturadores, a países como Venezuela y Nicaragua, hoy gobernados por gamonales
autocráticos, con la misma pretensión del castrismo: su perpetuación en el poder.
Solidificado y consolidado un estamento militar cuya existencia es
inextricable a aquella del castrismo, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de
Cuba hoy, en la “actualidad actual” y
valga el redundante recurso discursivo, nada tienen que ver con el Ejército
Rebelde que bajara victorioso de la sierra en 1959. Pletórica de generales “multiestrellados” al mejor estilo del
gamonalaje latinoamericano de la medianía del siglo XX (anótense a Fulgencio
Batista y a Rafael Leonidas Trujillo entre ellos), cubiertos de condecoraciones
de “latonería multicolor”, sin otra
heroicidad que la chivatería oportuna contra sus propios compañeros de armas o
la reducción y desaparición de cuadros militares contrarios, hacen parte
sustantiva de la Nomenklatura, ya sea, reiteramos, por miedo o conveniencia.
Junto a la burocracia militar del MININT, que eficientemente organizaran Raúl
Castro y su familia inmediata (Alejandro Castro, por ejemplo), hoy hacen el
equivalente que Cantillo o Cañizares hicieran en el gobierno batistiano. No hay
diferencia: están haciendo lo mismo y hasta peor que sus antiguos enemigos. Pero
en el ejercicio del poder omnímodo, existen dos circunstancias agravantes: la
ceguera conceptual y la amnesia moral.
Hoy, una vez más, estos militares de alto grado, que fungen más como
pretores y centuriones ocupantes del suelo cubano y su pueblo, son además “empresarios” de variada índole,
monopolizando actividades comerciales y empresariales de múltiple naturaleza,
al través del consorcio GAMESA que administra, casi de manera vitalicia, quien
fuera yerno de Raúl: el general Luis Alberto Rodríguez López-Callejas. Este
nuevo engendro de “militar-empresario-usufructuario”,
el sistema castrocomunista lo ha exportado a países como Venezuela y Nicaragua,
siendo, en el caso venezolano, resultado desafortunado para los militares y el
país en general, pero tremendamente lucrativo para personajes específicos en la
corporación militar venezolana.
De manera que el sistema castrocomunista hoy, al que me niego a
arrequintarle el gentilicio por respeto al pueblo cubano, funciona más como una
organización comercial mafiosa que como un sistema político, económico y social
de corte “revolucionario”; lo hace
con pleno conocimiento de sus actuaciones y con absoluta convicción en sus
resultados, dado que la única razón de su existencia es sostener a una familia
y sus allegados, así como a una inmensa burocracia prebendada, colgajos
tumorales de la cosa pública cubana (enquistados a base soborno, miedo y
tortura, en el peor de los casos; rangos, privilegios, dinero y títulos en el
mejor), como únicos detentadores y usufructuarios del poder político en la
antillana isla mayor.
La Revolución Cubana, aquella
dónde lo extraordinario sucedería a diario y Cuba, como nación, premiaría el
heroísmo de sus protagonistas (ejemplo mejor de la negación de esta afirmación,
la encarnan el general Arnaldo Ochoa, el coronel Antonio de La Guardia, el
mayor Amado Padrón y el capitán Jorge Martínez, chivos expiatorios del “narco negocio rauliano”), ya no existe.
Una dictadura que baila al ritmo del “discurso
democrático” de ocasión y al son en clave
marxista, por agotamiento instrumental de su propio discurso político, impera
sobre Cuba con el mayor desparpajo.
La Nomenklatura (ejemplo, los “líderes
históricos” y sus familias, los hijos de Fidel, de Raúl, sus nietos y
sobrinos, además de la gerontocracia militar, que se ha enriquecido a la sombra
olivarda de un heroísmo ya marchitado por sus propias ejecutorias), constituye
un espécimen peor que aquel que alguna vez constituyera la oligarquía
batistiana. No hay justificación para tanta miseria humana y tanto engaño,
salvo aquella que deriva del ejercicio continuado del poder omnímodo, como ruta
inevitable hacia la imperiosa supervivencia.
Y, una vez más, como diría Sir John Acton: el poder corrompe y el poder
absoluto, corrompe absolutamente…
[1] Existen suerte de
excepciones a esta regla de “dictaduras
militares” y han sido aquellas de carácter “progresista”(sin quedar nunca muy claro en qué consiste la
referida denominación), como las del general Juan Domingo Perón en la Argentina
de los años 1945 a 1955, bautizada como Revolución Popular Nacionalista o
Peronista, que diera como origen al llamado “movimiento
peronista” y aquella del general Juan Velasco Alvarado, en el Perú, entre
los años 1968 y 1975, conocido como Gobierno Revolucionario de las Fuerzas
Armadas.
[2]Acaso podrían hacerse un
par de excepciones en los primeros años de la llamada Revolución Popular e
Indigenista boliviana, conducida por Evo Morales Ayma y aquella ecuatoriana,
bajo un mismo tracto temporal inicial, , bajo el liderazgo del Doctor Rafael
Correa Delgado y que recibiese el nombre de Revolución Ciudadana. En ambos
casos hubo importantes logros económicos y sociales, aunque luego, los efectos
inexorables del ejercicio continuado del poder político, causasen estragos finales
a sus respectivas gestiones. Bien lo dijo Sir John Acton: “el poder corrompe y el poder absoluto, corrompe absolutamente.”
[3] Las negrillas son
nuestras. Nótese la similitud respecto del nombre del actual partido gobernante
(ya hace 22 años) en Venezuela, a saber, Partido Socialista Unido de Venezuela,
brazo político de la llamada Revolución Bolivariana.
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