El timo ideológico en el tránsito revolucionario. Primera parte: la Revolución Francesa.


De acuerdo al Diccionario de la Real Academia Española de la lengua, se entiende por “timo”  a la acción de “timar” y por este último vocablo, en su segunda acepción, como aquella tendente a  “engañar a alguien con promesas o esperanzas”. Siendo una de nuestras bases conceptuales el asunto del “timo”, hemos querido dejar intensión expresa en este primer párrafo de que queremos conversar, en estas líneas, acerca de cómo las ideologías y sus respectivos discursos políticos, no han servido a otro propósito que el de “engañar con promesas y esperanzas” a los pueblos, haciéndolos por consecuencia, víctimas de un vulgar “timo general”, entendiendo por este último un engaño político, económico y social, materializado en promesas y esperanzas jamás cumplidas o cumplidas parcialmente y extendido sistemáticamente durante el tránsito temporal de las llamadas “revoluciones”.

Charles John Huffam Dickens (1812-1870) mejor conocido como Charles Dickens a secas, el más grande novelista inglés de su tiempo y uno de los más grandes escritores de crítica social en toda la historia humana, nacía en Inglaterra cuando el imperio napoleónico comenzaba su declinación. Cautivado por lo que fuese el evento que da inicio a la modernidad, la Revolución Francesa, Dickens escribió una novela, que publicara por entregas en 1859, titulada “A tale of two cities” traducido al habla castellana como “Historia de dos ciudades”. Una novela cuyo tiempo discurre entre Londres y París, durante las postrimerías del siglo XVIII y en el marco de la Revolución Francesa. Allí, en el capítulo que el novelista británico titula escuetamente “El Hambre”, en uno sus párrafos, hace la siguiente descripción:

“El Hambre se veía en todas partes, en los harapos tendidos en las cuerdas y ondeando en los palos que salían de cada ventana, en la paja, en los trapos y en los jergones donde dormía toda una familia. El Hambre repetía su nombre en cada fragmento de serrín que arrojaba el aserrador, contemplaba a los transeúntes  desde lo alto de las chimeneas frías y sin humo, y surgía del lodazal de la calle, cuyas inmundicias no contenían un solo resto de algo comestible. El Hambre se ostentaba en la mesa del panadero y en cada pan moreno de su hornada escasa,  se veía en el queso y las morcillas de perro muerto que vendía el carnicero.”[1]

Aunque cargada del dramatismo propio de la novela, bien pudiera haber sido esta la imagen de los sectores más depauperados de París (probablemente casi toda la ciudad), que languidecía en medio de una pobreza brutal, contrastando con el lujo vulgar de Las Tullerías y su vida de excesos sin fin, en medio de una grave crisis económica desatada por los garrafales errores políticos y económicos de una monarquía lábil e inhábil. La pobreza, sí, la pobreza eterna, acaso la misma que movió a Platón a condenar los excesos de los pudientes y a promulgar su deseo de un gobierno de sabios, ausente de las ambiciones materiales. Posiblemente la misma pobreza equivalente que promoviese la constitución de Solón, en medio de la rebelión social en la Atenas antigua. Los preteridos, los abandonados a su suerte, siempre terreno fértil para el discurso de “la venganza hacia los opresores”.

Dejemos atrás la convocatoria de “Los tres Estados” en Asamblea; desistamos de mirar en detalle la rebelión del tercer Estado en la Asamblea y la toma del cuartel prisión de La Bastilla; veamos de soslayo la creación de la Asamblea Nacional, el nacimiento del Partido de La Montaña, el club de la Gironda y la reunión de Jacobo, por citar tres de los partidos más importantes, simiente de lo que fueron los llamados “partidos políticos” más adelante. Y recalemos entonces en el tiempo de la gran Asamblea Nacional de Francia y la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, no sin unos cuantos miles de muertos mediante, una guerra contra la Santa Alianza y la persecución cotidiana de todo aquel categorizado como enemigo. La República avanza a pesar de sus enemigos y consagra lo que hasta el momento, resultaban aspiraciones facciosas y sediciosas del orden establecido: los derechos inmanentes a todos y para todos.

Diez y siete son los artículos que consagran esos derechos y de ellos nueve se contraen a los derechos individuales y políticos de este “nuevo ciudadano”, en el marco del ejercicio de la libertad, bajo el imperio de la ley y, en muchos sentidos, más amplio, universal y justo que el ciudadano griego de Atenas o el ciudadano romano de la República o de los ciudadanos de las Repúblicas italianas del cuatrocentto: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos; la finalidad de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescindibles del hombre; la fuente de toda soberanía reside esencialmente en la nación; la libertad consiste en poder hacer todo aquello que no cause perjuicio a los demás; la ley solo puede prohibir las acciones que son perjudiciales a la sociedad; la ley es expresión de la voluntad de la comunidad; todos los ciudadanos tienen derecho a colaborar en la formación de las leyes, sea personalmente, sea por medio de sus representantes; la ley debe ser igual para todos, sea para proteger o para castigar; siendo todos los ciudadanos iguales ante la ley, todos son igualmente elegibles para todos los honores, colocaciones y empleos, conforme a sus distintas capacidades, sin ninguna otra distinción que la creada por sus virtudes y conocimientos.”

Y termina consagrando aquella declaración tres de los más importantes derechos individuales de todo ciudadano, que aún hoy nutren los discursos políticos, en buena parte de los sistemas políticos imperantes en nuestro planeta: “…ningún hombre puede ser acusado, arrestado y mantenido en confinamiento, excepto en los casos determinados por la ley, y de acuerdo con las formas por esta prescritas; todo aquel que promueva, solicite, ejecute o haga que sean ejecutadas órdenes arbitrarias, debe ser castigado, y todo ciudadano requerido o aprendido por virtud de la ley debe obedecer inmediatamente, y se hace culpable si ofrece resistencia; todo hombre es considerado inocente hasta que ha sido declarado convicto; ningún hombre debe ser molestado por razón de sus opiniones, ni aún por sus ideas religiosas, siempre que al manifestarlas no se causen trastornos del orden público establecido por la ley; todo ciudadano puede hablar, escribir y publicar libremente…”

Cuando se crea la Convención Nacional y aparecen en escena los Republicanos Jacobinos más y mejor organizados, con los discursos encendidos de Marat, Danton y Robespierre, la República está en peligro por la conmoción externa e interna. Miles han sido dispuestos en fiambre, mediante el uso sistemático del eficiente (y efectivo) invento del Doctor Guillotin, olvidando los contenidos atinentes a los derechos individuales consagrados en la Declaración, mediante su manipulación oportuna según sean los intereses de quienes acusan. La defensa de la “virtud” de la República ha de hacerse a cualquier costo y es entonces cuando Robespierre, dueño casi absoluto de la palabra, escribe y luego pronuncia su famoso dictado: “El terror, sin virtud, es desastroso. La virtud, sin terror, es impotente.” Se inicia así el reino del “Terror” y durante tres años, todos los derechos que se consagrasen en aquella hermosa declaración, son ignorados o convertidos en palabras huecas, que solo sirven al propósito de la acusación sistemática y permanente, la descalificación y, como conclusión, la muerte expedita bajo la afilada cuchilla vasculante.

El pueblo que manifiesta su disentimiento contra esta situación, ya no ostenta por derecho el título de “ciudadano”: ahora es “un traidor y un enemigo de la Revolución”. Sus destinos probables: la ergástula, la tortura o, finalmente, el último suplicio. La Revolución ha timado a su pueblo, aun haciendo uso cotidiano de su “discurso revolucionario”. Y así lo hará durante los tres años del “Terror” y hasta 1799, año en que el “jeune” general Napoleón Bonaparte da al traste con toda forma de “poder colectivo”.

Hoy todos sabemos el tránsito del poder político durante  la Revolución Francesa: consulado, luego dictadura, y, finalmente, imperio, todos con el protagonismo condicionante de Napoleón Bonaparte, quien restituyó los arrestos superiores, los príncipes, las cortes y los privilegios aristocráticos asociados al sistema político monárquico absoluto de hecho y lo que resulta peor: con el mismo discurso político revolucionario. Cuenta Bonaparte además con el apoyo y fidelidad irrestricta de su componente militar profesional, materializado contundentemente en una corporación castrense formidable: La Grande Armée. Expresándolo con extrema simpleza, en vulgar derivación comercial: tres timos por el precio de uno.

Libertad, igualdad y fraternidad, principios fundantes de la República Francesa revolucionaria, devenidas luego en palabras altisonantes en los discursos de ocasión, más allá de los radicales militantes del republicanismo jacobino, derivarán en nuestros predios latinoamericanos en el discurso político de los guerreros de nuestras independencias hispanoamericanas y, de nuevo, actores de otro timo sostenido en el tiempo: la revolución independentista latinoamericana.

Con lustros de por medio y adoptando diversas formas personalizadas de liberalismo, en cada país dónde hubo de invocarse (configurando en consecuencia nuevos timos generales), una vez devenido el siglo XX y una nueva revolución, esta vez, la Revolución Bolchevique, irrumpen en nuestro patio otras formas de “revolución” a grupa de un nuevo lenguaje político, en cuya clave se expresarán los articuladores de nuevos y grandes timos ideológicos: el lenguaje político del marxismo revolucionario…



[1] Dickens, Charles; Historia de dos ciudades. ALBA. Barcelona, 1999. Pág.43

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