La dinámica de la turbamulta: de la protesta a la muerte.


En la mayoría de las naciones que se reconocen vivir bajo un régimen democrático, la protesta pacífica, la manifestación pública del disenso y la postura contraria a algunas políticas (y ejecutorias) del gobierno, como administrador del Estado, se consagran como derechos inalienables e imprescriptibles, mediante normas específicas, además de taxativas, en el ordenamiento constitucional correspondiente. Hoy, más que nunca, representa esa protesta la voz colectiva popular, con independencia de las posturas individuales o de grupo. Los pueblos, hartos del engaño de los políticos de oficio y desencantados de la interminable ristra de incumplimientos de las promesas electorales, se han lanzado a las calles en todas las naciones del orbe dónde les ha sido posible, a riesgo incluso de la pérdida de la propia vida.

En las tiranías, es claro que de demostrar públicamente su descontento, a los pueblos les espera la cárcel, la desaparición, la tortura y la muerte. No hay escrúpulos civiles en esas tiranías; como ejemplos palmarios en nuestra región, existen los gobiernos de Cuba, Nicaragua y Venezuela. Pero no escapan a esas mortandades colectivas, países de tradición democrática. Son los casos de Chile y, más recientemente, Colombia ¿Pero qué ocurre en esas naciones? ¿Por qué caen tanto policías como gente común? ¿Cómo se da ese paso de “protesta pacífica” y “civilista” a heridos y muertos, tanto de la fuerza pública como de la ciudadanía protestante, además de una suerte de fiebre destructiva tanto de propiedad pública como privada? ¿Cómo se verifica esa dinámica de marcha pacífica, a protesta altisonante y, finalmente, a turbamulta incontrolable?

Estas breves líneas pretenden aportar un análisis desde la evidencia empírica disponible y la propia observación vivencial, respecto de cómo pensamos se verifica ese tránsito, cuáles son sus protagonistas y cómo, la fuerza de las circunstancias, termina por “articular grupos” que, de otra manera, jamás coincidirían en creencias, valores y, por ende, objetivos. Comencemos por lo más elemental: definamos que entendemos por “turbamulta”.

De acuerdo al Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) se entiende por “turbamulta”: “multitud confusa y desordenada”. Con base a ese significado etimológico, es posible derivar una suerte de escala de ocurrencia de los hechos en una protesta pública, configurada por una marcha o una manifestación, sea que no desemboque en ninguna parte, disolviéndose en su devenir; sea que termine en un destino predeterminado por sus organizadores, concentrando a los marchantes y dirigiéndose a ellos un grupo (nutrido o no) de sus convocantes. En esa secuencia de pasos es posible determinar que existe, en primer término, una convocatoria a “manifestarse públicamente en protesta” por alguna política o ejecutoria o ejecutorias de un gobierno, dónde la protesta pública se consagre como derecho. En la Cuba castrista, por ejemplo, eso es imposible porque el derecho a la manifestación ciudadana, no existe y, de hecho, la protesta pública se configura como delito, siendo su trasgresión motivo de acción penal por parte del Estado.

Una vez producida la convocatoria y concentrada en un sitio la población protestante, es común se inicie una marcha que, lentamente, avanza por las calles de determinada ciudad o población, haciendo alusión a su descontento. Esta primera etapa suele ser pacífica, civilista, alegre y con participación variada de diferentes formas de expresión artística.

En el devenir de esa etapa, existe un protagonista singular: el ciudadano que aspira hacer patente su protesta de manera pacífica y civilizada, siendo, probablemente, la gran mayoría de la población protestante. Ahora bien, dentro de esa población o en su periferia, transita otro tipo de protagonista: aquel que piensa que ya hubo suficiente de protesta pacífica y que resulta indispensable “hacerse sentir”. Junto a ese, como comparten un discurso equivalente, marcha aquel que desea vengarse a todo trance: su objetivo es “cobrarse” sus carencias, sus ausencias y hasta sus dolores personales; parece pensar: “…cuando terminen las cancioncitas, las banderitas y las consignas, ya verán...”

Finalmente, en alguna parte de aquella “marcha civil” van los “observadores políticos” y sus “ejecutores dinámicos”. Mueve a estos últimos un interés puramente político, entendiendo el sustantivo en esta acepción como “lucha por el poder” y el alcance de un interés estratégico y táctico en esa dirección, aprovechando la protesta cívica como canal oportuno de acción. El “observador” va determinando el momento más adecuado para intervenir, mediante la fuerza, desencadenado un evento represivo por parte de la fuerza pública para ir “calentando el ambiente”. Este observador bien puede ser miembro de un partido político institucional, tal como aquel que ejerce el gobierno en funciones y a quien interese crear una situación grave de “orden público” que ponga al Estado en una situación difícil; o, acaso, formar parte de alguna organización armada al margen de la ley, cuyo objetivo estratégico a largo plazo, sea la toma del poder político.

Los “ejecutores dinámicos” en ambos casos, son los que tienen la obligación de actuar inmediatamente, a las órdenes de los observadores. Sí, ciertamente, son los que queman, destruyen y matan, por lo que el protestante que cree que “ya está bueno de tanta paz” y el otro, cuyo afán es la venganza, son los “soldados” de ocasión de los que se valen los “ejecutores dinámicos”, quienes, previamente, ya han seleccionado “objetivos estratégicos” por el camino, según sugerencia de los observadores.

En el extremo cloacal de la marcha, como siempre ha sido, van los menesterosos, los hampones comunes y los aventureros que aprovechan cualquier ocasión parecida, para “pescar en río revuelto”, terminando por engrosar las huestes de violentos que definimos con anterioridad. Pero “el otro lado” (aquel de la fuerza pública), no se queda atrás en materia de especímenes. Está el oficial, agente o soldado que se circunscribe a cumplir con su deber; el otro, que aspira ser “reconocido en su heroísmo” mediante ascenso; aquel ambicioso que también, aprovechando la confusión, intenta lucrarse en alguna medida; más allá, el que, por razones personales, aspira vengarse de aquellos que algo le hicieron a él o a algún familiar cercano; y, finalmente, el vesánico, aquel que disfruta con fruición la violación, la tortura y la muerte.

Entre ambas “manadas de predadores” va marchando la gente protestante con sus tambores, sus canciones, sus consignas, pancartas y banderas de colores. Luego de varios intentos, los “ejecutores dinámicos” logran la masa crítica y la marcha, hasta ese momento de naturaleza pacífica, entra en su segunda fase y se torna en “turbamulta”. La muchedumbre, confundida, corre en todas direcciones y en ese momento, protestantes no pacíficos, vengadores anónimos, ejecutores políticos dinámicos, miembros de organizaciones políticas, al margen de la ley, hampones y menesterosos, copan todos los espacios y sobreviene la violencia.

Del otro lado, miembros de la fuerza pública cumplidores de su deber, los que aspiran al reconocimiento, los resueltos a vengarse y los vesánicos, van a la carga contra los protestantes.

Para los primeros los objetivos generales están claros: destruir, confundir y alcanzar un equilibrio dinámico tal, que la entropía conduzca de la protesta civil al caos, se produzcan los tan esperados muertos y la protesta termine en condiciones deplorables, tanto para la vida como para la integridad física de la propiedad, sea pública o privada. Para las fuerzas del orden, las acciones también resultan claras: reprimir, disparar y restablecer el orden, caiga quien caiga.

Así opera la dinámica de la turbamulta. Todas las acciones violentas tienen objetivos tácticos, sean la necesidad de hacerse sentir, la venganza, la táctica política de la violencia o el simple aprovechamiento de una oportunidad. Por el lado de la fuerza pública, uno solo: lograr el orden público mediante diversos grados de aplicación de la violencia. Pero en la aplicación de esos “diversos grados” corren los policías o soldados vengadores, los ambiciosos, los vesánicos y los aventureros. Como la letra de la canción de Rubén Blades: “…se ven las caras pero nunca el corazón…”

Más allá de que durante lustros las sociedades chilena y colombiana hayan logrado importantes éxitos económicos incuestionables, también es cierto que se han alcanzado de espaldas a importantes contingentes de su población, ignorándolos en ocasiones de manera supina y, en otras, en virtud de la imposición de un discurso social excluyente, en especial hacia los más pobres, los indígenas y afrodescendientes. Importante cuantía de tensión social se ha acumulado en esos densos contingentes, haciendo eclosión de improviso y causando importantes daños a sus economías.

Pero tampoco es menos cierto que dentro de esas protestas justas y, en sus inicios, totalmente pacíficas e inofensivas, se han infiltrado agentes como los hemos descrito previamente, incluso traídos a esas “ciudades alzadas” por gobiernos extranjeros que los adversan y que configuran en sus propias tierras, tiranías inmisericordes, conculcadoras de los derechos políticos e individuales, además depredadoras de sus ya magras economías, en beneficio de los grupos usufructuarios del poder. No debe ignorarse jamás la vesania de miembros de la fuerza pública pero tampoco el oportunismo de quienes infiltran la protesta ciudadana. En las turbamultas, las víctimas y sus victimarios están perfectamente identificados: son aquellos movidos por un sincero afán de protesta, en tanto víctimas y, en tanto victimarios, aquellos que tienen algún interés por satisfacer: sea político, pecuniario o de desfogo de las más bajas pasiones humanas.  

Y ese tránsito de la protesta a la muerte, continuará doquiera que exista una turbamulta porque este mundo se hunde en su propio estercolero y no atisba dar con un camino compartido: un camino verdadero y realmente humano…

 

 

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