Tiranía y miedo: relación consustancial.

El miedo es libre, reza el antiguo adagio. Libre para ser sentido pero también libre para ser infringido. Existe el miedo instrumentalizado, que se utiliza para garantizar la pervivencia en el poder de las tiranías. El miedo que se infringe a quienes viven bajo el dominio tiránico, sistemático y permanente, omnipresente y omnisciente. Miedo que se ejerce de cotidiano, mediante militares, policías, agentes secretos, grupos de torturadores y chivatos de ocasión. Miedo instrumentalizado en políticas escolares, profesionales y académicas de alto nivel. El miedo a ser víctima de la vesania del torturador; a la violación del más elemental de los derechos; miedo a decir o hacer aquello que pueda ser categorizado como inadecuado o inoportuno o que pudiese parecerlo. En suma: miedo a vivir.

Las tiranías convierten esa acción de vida, registrable en expedientes de toda índole, en “prontuario de crímenes” contra la cosa pública; en “delito contrarevolucionario” o “terrorismo contra el orden sagrado”. En cualquier instante, sea por denuncia del mísero chivato o “investigación conducida por los organismos de seguridad del Estado” un ciudadano común puede convertirse en reo de justicia mayor, sujeto de un proceso amañando, en alguna “corte de justicia” al servicio de la tiranía. Preso y más tarde torturado vilmente, desaparece de la visión pública y muere en alguna obscura ergástula, quien así determine la tiranía. Ocurrió en Argentina en todo el tracto de la larga dictadura militar de extrema derecha del siglo XX; ocurre cotidianamente en la tiranía de izquierda de los Castro en Cuba u Ortega en Nicaragua. Pasa algo equivalente en el híbrido de Lucashenko en Bielorusia o la larguísima dinastía de los Assad en Siria. Pasa en todas ellas y pasara siempre: el miedo es el instrumento más eficaz de la tiranía.

El miedo colectivo es aquel que siente la población que no acompaña las ejecutorias de los tiranos. Podríamos definirlo como “el  miedo externo”. Ese miedo que convierte en obscura la calle más luminosa; en “peligrosa” la playa más rutilante; en “desconfianza” hacia los más cercanos y “aprehensión” hacia los colaboradores más inmediatos. Cualquiera pudiera ser chivato; el tipo de la frutería; el dependiente del almacén; la persona que llevamos al lado en el transporte colectivo; un hermano, una prima, una tía o peor: un hijo o hija. La tiranía se troca en Estado policial y ejerce con eficiencia el dominio terrorífico de sus símbolos: los uniformes obscuros, los automóviles sin identificación visible; los extraños rondando los vecindarios; el secuestro sin aviso, en la hora más alta de la madrugada. Pasa en todas las tiranías y pasara siempre: el miedo paraliza y finalmente mata.

Pero existe un miedo interno, un miedo que es consustancial a la tiranía: el miedo de los tiranos y el terror a ellos de quienes lo sirven. Esta clase de terror-pánico podríamos definirlo como “el miedo interno”. Comencemos por el terror-pánico que sienten los que sirven a los tiranos. La mayoría de las personas en este colectivo, lo hacen por una de tres razones: convicción, miedo o conveniencia. Aquellos que lo hacen por convicción son pocos; están convencidos de que solo la tiranía puede garantizar la estabilidad de sus creencias, en un sistema político omnisciente, omnipresente y omnipotente que, mediante la fuerza extrema, conjure los peligros y extermine, por vía expedita, a los enemigos, “delincuentes por naturaleza” pues se oponen a la existencia de un “orden justo y perfecto”.

La convicción es un instrumento eficaz para infringir miedo a su pérdida y en consecuencia sumamente útil para conducir la venganza, contra todos los que intenten destruirla. El miedo también sirve a la venganza.

Los que sirven a la tiranía por miedo, lo hacen movidos por una clase particular de terror-pánico permanente. Terror-pánico a perder las prebendas; terror-pánico a perder el mando que poseen, dónde lo posean, así sea una cuota mínima; terror-pánico a no ser reconocidos, a convertirse en uno más del montón y, en consecuencia, ser sujeto de la venganza de los sempiternos perseguidos; terror-pánico a perder la vida muelle, en comparación a la existencia miserable del colectivo social al que pertenecen por origen. Vigila, espía, persigue, secuestra, viola y mata, no por vesania y menos por dinero: los hace ante el terror-pánico a ser vigilado, espiado y culpado, más tarde, perseguido, secuestrado, torturado y muerto. El terror-pánico lo consume y encuentra “enemigos potenciales” hasta entre sus más allegados. El miedo es tremendamente eficaz para esclavizar.

Los que se rinden ante la tiranía por conveniencia, lo harían ante cualquier cosa. Lo único que los mueve es la satisfacción de sus intereses. Sean estos de poder o pecuniarios, le venden su alma a cualquier postor que les ofrezca la satisfacción que esperan. Igual al que actúa por miedo, los que lo hacen por conveniencia, vigilan, persiguen, secuestran, torturan, violan y matan, pero por plata, títulos, alamares, estrellas y galones. Hacen uso de sus cuotas de poder contra el que sea y dónde sea, siempre que el agraviado no tenga vínculos directos con la claque tiránica. Sobornan, estafan y esquilman a quien puedan para satisfacer sus intereses pecuniarios. Intrigan, dañan, chismean y sabotean a sus propios compañeros e iguales si de apartar obstáculos en su camino se trata. Los más peligrosos suelen ser sicópatas y por tanto ideales para el multiuso: secuestrar, torturar, matar y violar porque pudiese ser que lo hiciesen simplemente por gusto. El miedo también puede producir réditos.

La otra cara del miedo interno es aquel de los tiranos por caer, por ser defenestrados, finalmente, el peor: el de ser asesinados. Con el tiempo, los tiranos se hacen cobardes, sí, cobardes, a pesar de todo su poder. El primer gran miedo del tirano es a perderlo todo, a saber, la impunidad, las prebendas inconmensurables, la riqueza material, los uniformes rutilantes o los trajes de impecable corte; los palacios, palacetes o mansiones de verano; los aviones, los autos de lujo; la adulación casi permanente; la posibilidad de decidir de manera libérrima sobre la vida de todo un país y, finalmente, a usufructuar sin tasa y medida el erario público.

Alimentan, además, al miedo del tirano, los miedos de su círculo más próximo, esto es, familia, colaboradores directos, ayudantes, amanuenses, espalderos, intrigantes, espías y adulantes de oficio. En suma: un gran círculo de miedo. En ese círculo, el tirano mueve los hilos y pulsa a quienes lo siguen por convicción (románticos); a quienes lo hacen por interés ideológico e intelectual (ideólogos); quienes tienen un interés de poder y se convierten en operadores políticos a su servicio por conveniencia (políticos de oficio); aquellos que lo rodean por cuotas importantes de poder militar (soldados); y finalmente, los que persiguen su protección para alcanzar la satisfacción plena de sus intereses pecuniarios (negociantes y aventureros). El miedo sirve también para mandar y recibir al través del mando.

De manera que en las tiranías, el miedo paraliza, mata, esclaviza, permite vengarse y produce réditos variados; el miedo es la energía vital del mando y lo sostiene, como maligna sangre al crecimiento tumoral, en el tiempo. El miedo se reparte por toda la red vascular de la tiranía, retroalimentando decisiones y políticas.

La tiranía finalmente cae cuando colapsan sus miedos. Cuando el miedo interno comienza a corroerla, liquidando aliados al confundirlos como enemigos, merced de una suerte de miedo conspirativo interno; cuando sus propios colaboradores, sienten miedo de algún evento catastrófico,  solo conjurable mediante la desaparición de los tiranos; cuando comienzan a debilitarse sus bases internas, provocando la estampida del “sálvense quien pueda”. Al fin,  cae moribunda, cuando el miedo externo comienza a desaparecer; cuando la población bajo dominación tiránica, comienza a retar a sus agentes, policías y militares, entre los cuales aquellos que ejercen esas funciones por miedo o conveniencia, se hacen mayoría incontestable, por lo que la lealtad fenece cuando la tiranía ni es temida, ni reparte recompensas o coloca sus miembros en negocios convenientes.

Las tiranías siempre caen, nunca permanecen, simplemente por una razón potente, inmanente a la naturaleza humana y sus creaciones: nada, absolutamente nada, dura para siempre. Y las tiranías, al convertir a quienes la ejercen en cobardes, por la propia naturaleza de la savia venenosa del miedo que sufren e infringen, terminan por marchitarse y morir. Lo único impredecible es cuándo y cómo, radicando allí la incertidumbre mortal de su sufrimiento. No obstante, quienes vivimos bajo el dominio de alguna clase de tiranía, debemos tener claro que ellas caerán, más temprano que tarde, lo importante es no reproducir las condiciones para que renazca una nueva, como las cabezas de la hidra. La fe ha de mover montañas, contimas capaz de derrotar tiranías. No perdamos la fe.

 


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