Sociedades clientelares y corrupción estructural: la conexión posible.

 

De cotidiano y en el discurso político, expresado en el seno de la política real, escuchamos vocablos (así como construcciones discursivas) tales como “clientelismo político”, “políticas clientelares”, “corrupción administrativa” y sus derivados inmediatos: “peculado”, “concusión” y “cohecho”. En líneas subsiguientes nos proponemos establecer, por vía empírica, la relación entre el clientelismo y la corrupción estructural, misma que, de relación continuada y sistemática en el tiempo, reproduce sociedades clientelares, esto es, aquellas que terminan estructurándose y conviviendo con el clientelismo político como esencia vital.

Comencemos por definir al clientelismo de manera simple, es decir, desde la perspectiva del vocablo “cliente” en sus acepciones más elementales. El DRAE define al vocablo (de origen latino cliens o clientis) “cliente” como: Persona que compra en una tienda, o que utiliza con asiduidad los servicios de un profesional o empresa o que está bajo la protección o tutela de otra (persona, se entiende). Así, un cliente supone una de dos o ambas acepciones: una persona que compra en una tienda o utiliza “con asiduidad” los servicios de un profesional o empresa o que está bajo “la protección y tutela” de otra. De manera que de acuerdo al DRAE se distinguen dos roles del “cliente”: la utilización de servicios con asiduidad y la relación dependencia entre personas. Así, en términos simples, el “clientelismo” supone entonces el ejercicio del rol de “cliente” de manera sistemática y permanente, solicitando bienes o servicios de terceros, construyendo en el camino una relación de dependencia.

Cuando el “prestatario de los bienes y/o servicios” es el Estado y “la relación de dependencia” existe o se da entre el individuo o grupos de individuos y el Estado, existen “intermediarios” en esa relación de dependencia, así como en la prestación o transacción de bienes o servicios. Tal función de “intermediación” suele ser representada por los partidos políticos, los políticos de oficio y los funcionarios del o los gobiernos, como administradores patrimoniales (también por vía de representación) de los Estados. Esta relación “clientelar” suele definirse como “clientelismo político”.

Ahora bien, existen en teoría política múltiples ejercicios conceptuales en términos del llamado “clientelismo político”. La profesora Euscaris Zapata Osorno, académico del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia, luego de hacernos saber que tal concepción se trata, de nuevo en teoría política, de un “concepto difuso”, agrega textualmente la definición que sobre el particular, construye la profesora Susana Corzo, en su texto  “El Clientelismo Político como Intercambio”  y en los siguientes términos:

“La consecuencia de una relación personal de intercambio, en el ámbito de la política, que se establece de forma voluntaria y legítima, dentro de la legalidad, entre los que pueden ocupar u ocupan cualquier cargo público y los que desean acceder a unos servicios o recursos públicos [...], por medio de este vínculo o relación” (Corzo, 2002, p. 14).

Y más adelante refiriéndose a las redes clientelares, derivadas del ejercicio sistemático del clientelismo, la profesora Zapata Osorno agrega:

“(…) la red clientelar son individuos con distinto tipo de poder, es una relación patrón-cliente, una alianza diádica (Rubio, 2003). Algunos autores que recogen las principales vertientes teóricas con las que se suele asociar el concepto para tener una mejor comprensión y evitar confusiones (Scott y Kerkvlier, 1977, citados en Auyero, 2002; Landé y Scott, 1977, citados en Audelo, 2004; Kitschelt y Wilkinson, 2007; Kitschelt, 2000; Robinson y Verdier, 2003, citados en Stokes, 2007), coinciden en las relaciones de intercambio y las definen como una alianza diádica vertical entre dos personas de estatus, poder y recursos desiguales, donde cada uno considera útil contar con un aliado superior o inferior a él mismo (Cazorla, 1992, p. 3). Para Mario Caciagli (1996), el clientelismo es una relación diádica en la cual un agente, en posición de superioridad, utiliza su influencia y sus recursos para dar protección y seguridad a otro agente que está en posición de inferioridad, a cambio de servicios, lealtades y apoyos. Esta díada puede ser extendida a una tríada clientelar con una persona adicional o bróker, quien actúa como intermediario”[1].

Desde las prescripciones teóricas de la profesora Corzo y la profesora Zapata, necesario hacer una elaboración propia de interpretación. La profesora Corzo define al “clientelismo político” como una “relación voluntaria, legítima y legal”; diferimos de esta postura en tanto que una relación clientelar de tipo político no siempre es “voluntaria” y menos “legítima y legal”. Citemos por ejemplo los servicios de seguridad y protección que deberían prestar ciertos cuerpos de policía a la ciudadanía y que terminan mediados por la extorsión, el miedo y la tortura, como de ordinario lo hacen sus contrapartes, a saber, las organizaciones criminales.

Existen, en consecuencia, “prestadores de servicios” encarnados en los oficiales de policía y “beneficiarios de tales servicios”, legítimos y legales, los ciudadanos; no obstante el servicio que debiera ser en esencia “legítimo y legal” se troca en una relación de dependencia forzosa y lesiva, de naturaleza cuasi mafiosa, más allá de los límites de la legitimidad y la legalidad. Media entre esa “relación clientelar” policía-ciudadanía, una “expresión corruptora” en tanto su naturaleza “legítima y legal”. De manera que la definición de la profesora Corzo está limitada a una situación ideal, que encarna evidentemente la deseable.

En relación al desarrollo teórico de la profesora Zapata, existen “niveles de poder” entre quienes prestan y reciben bienes o servicios, que configuran “redes clientelares” dentro de una suerte de “relación patrón-cliente”, con evidentes recursos desiguales y dónde existe “el interés de la alianza” por conveniencia, y que, definitivamente, ese servicio u otorgamiento de bienes está mediado por la influencia de alguien en esa posición superior (patrón) a cambio de “lealtades y apoyos”. De este desarrollo teórico de la profesora Zapata, en relación al clientelismo político, es posible colegir la existencia del poder para otorgar bienes, conceder y prestar servicios, al través de la satisfacción mutua de intereses y la potestad de otorgarlos o no en virtud de la cantidad y calidad de las lealtades y apoyos. Y es aquí, en la esencia de este crecimiento relacional de naturaleza clientelar, que hace su aparición la otra protagonista de estas líneas: la corrupción.

En una misma secuencia de desarrollo conceptual, vayamos a la búsqueda de los contenidos más elementales en relación al vocablo “corrupción”. Intencionalmente, en ahorro de palabras, tomemos la acepción que nos ofrece el DRAE, indicada como la número 4 y textualmente como aparece en el referido diccionario:

“En las organizaciones, especialmente en las públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores”

De manera que haciendo una intersección teórica con el desarrollo de la profesora Zapata, la existencia del poder para otorgar bienes, conceder y prestar servicios, al través de la satisfacción mutua de intereses y la potestad de otorgarlos o no en virtud de la cantidad y calidad de las lealtades y apoyos, se usa intencionalmente para obtener “provecho económico o de otra índole” por parte de los gestores quienes detentan ese poder; ergo: el clientelismo político que se da entre las partes definidas en líneas previas, está mediado por la corrupción o conjuntos de actos calificables como tales.

En ese sentido, la relación clientelar de tipo político, que se da entre gestores y usuarios solicitantes, es una relación de naturaleza cuasi comercial, por cuanto que la “satisfacción esperada” por ambas partes, solo es posible alcanzarla mediante un estipendio monetario o intercambio de bienes y/o servicios que tiendan a la satisfacción de los intereses del gestor, en posición preeminente dada su condición de detentador del poder. Cuando esta relación clientelar se da de manera sistemática y permanente de parte del gestor, rallando la naturaleza del soborno o la extorsión, la relación bien podría definirse como “clientelismo político de naturaleza extorsiva”, esto es, hablando en primera persona desde el gestor: “obtengo el apoyo y la lealtad de quien está por debajo de mí, en calidad de solicitante, por la vía del intercambio efectivo de bienes o servicios o directamente en moneda corriente, sea local o extranjera.” Del mismo modo, quien ocupa o piensa ocupar algún cargo de naturaleza política, obtiene la lealtad y el apoyo de quienes se dicen sus “seguidores” mediante el otorgamiento de bienes y/o servicios o la entrega sistemática de estipendios en moneda corriente de curso legal, tanto en divisas locales como extranjeras. Así, visto de este modo, el clientelismo político escapa de la esfera “legítima y legal” citada por la profesora Corzo y cae en el mundo de la corrupción inequívoca.

Ahora bien, importante dejar claro que la corrupción no es exclusiva del sector público. No existe corrupción sin corruptor, ni sujeto posible de ser corrompido y es un hecho, perfectamente constatable desde abundante evidencia empírica disponible, que en incontables situaciones, los corruptores vienen del sector privado hacia el sector público, tras la búsqueda de la satisfacción, la mayoría de las veces, de intereses de naturaleza pecuniaria. Incluso, dentro del sector privado, se produce el contubernio de empresarios, empresas e incluso industrias, en contra de los intereses de la nación, esto es, el interés público. De modo que esa costumbre inveterada de atribuir la corrupción con exclusividad al sector público, es injusta, inadecuada y no ajustada a la realidad, por decir lo menos.

Desde nuestra propia perspectiva teórica podemos considerar, basándonos en la evidencia empírica disponible, que la corrupción existe desde tres ángulos: el ángulo individual, el ángulo de grupos y aquel que corresponde a la sociedad como un todo. Así las cosas y desde el ángulo individual, la corrupción bien podría ser instrumental por temor o instrumental por conveniencia. La corrupción instrumental por temor es aquella que, utilizada, reiteramos, por vía instrumental por parte de un individuo en particular, se hace porque de no hacerlo, el individuo teme no lograr la obtención del bien (o bienes) o el servicio (o servicios), esperados y requeridos para la satisfacción de sus intereses. Un caso típico: el que soborna para obtener un pasaporte en Venezuela. Es posible que lo haga una sola vez, por temor a no obtenerlo nunca, pero se exima de hacerlo nuevamente por temor a ser “capturado in fraganti”.

En otro orden de ideas, tenemos aquel individuo que ocurre al expediente de la corrupción instrumental por conveniencia, sistemática y permanentemente, porque, de no hacerlo, no obtendría resultado alguno de manera natural. Un ejemplo palmario lo constituyen los constructores, en la obtención de los permisos de construcción: contemplan en el presupuesto de costos y gastos de la obra, el monto de los sobornos a los funcionarios públicos, que conceden permisos de toda naturaleza. La corrupción es el instrumento efectivo, eficiente y eficaz, que permite aumentar la celeridad de los resultados en la construcción de la obra, así como su rápida promoción y venta.

Finalmente, existe la corrupción instrumental grupal, sea por miedo o conveniencia. Según sea la situación, un grupo de empresarios ocurre al soborno o el pago de comisiones a intermediarios o gestores, quienes, a su vez, reparten beneficios con otros funcionarios gubernamentales, gestores a distintos niveles, quienes, previamente, han fijado “una tarifa” por sus servicios. Quien paga, se hace acreedor, como grupo de empresarios e incluso industria, de los beneficios que, de otro  modo, como simples ciudadanos, “legítima y legalmente”, deberían obtener. Para aquellos imbuidos, tanto en una parte como en la otra, por el prurito de la honestidad a ultranza, siempre existirá un argumento lapidario convincente: “de algo hay que vivir”.

Un caso atronadoramente famoso respecto de conductas de tal naturaleza, lo constituye la trama de la constructora Odebrecht en nuestro continente. Marcelo Odrebecht, descendiente heredero de la poderosa empresa de construcción brasileña, sobornó directamente o por medio de terceros interesados o gestores de ocasión, a funcionarios medios, ministros y hasta presidentes, en distintos países hispanoamericanos, para obtener la buena pro en contratos multimillonarios de construcción estatal. Banca, comercio e industria, rodaron por igual ante tamaña trama de corrupción, pero solo pagaron los funcionarios públicos, al menos, los pocos que cumplieron o cumplen penas de cárcel por esta conducta. Hoy Marcelo goza del beneficio procesal de casa por cárcel, probablemente, luego de haber abierto su “abultada cartera” en un nuevo episodio de reparto sin fin. Cosas del clientelismo político extorsivo.

 Cabe preguntarse entonces ¿Qué ocurriría en aquellas sociedades dónde el clientelismo político extorsivo, sea instrumental o grupal, se hace práctica común a todos los niveles de la administración pública y condicionante esencial de las relaciones comerciales, financieras y políticas entre sector público y privado, así como entre ciudadanos y funcionarios? La respuesta es simple: la corrupción instrumental deviene en corrupción estructural, cuya materia cohesionadora es el clientelismo político extorsivo. Casi todas nuestras sociedades latinoamericanas se han convertido en sociedades clientelares, donde el clientelismo político extorsivo es ejercido por políticos de oficio, partidos y gobiernos, instancias de los cuerpos armados, sean policías o fuerzas armadas, hoy día en complicidad con grupos al margen de la ley, que habitan esa borrosidad entre organizaciones criminales y grupos alzados contra los sistemas políticos tradicionales.

Nadie, desde la derecha más tradicional hasta la izquierda revolucionaria, llámese marxista comunista hasta socialista siglo ventiunesca, nadie, absolutamente ningún sistema político, escapa del clientelismo político extorsivo, produciéndose un vaciamiento institucional paulatino, que conduce al inexorable naufragio institucional, aunado a una notable pérdida de credibilidad del ciudadano común en sus instituciones de gobierno y, por ende, en sus Estados. Pareciera ser que Jamás seremos honestos en la cosa pública y menos en la cosa privada; herederos de un pasado que nos obliga a construir sociedades estructuradas sobre la base del poder como motivación, solo el mando, la riqueza y el reconocimiento que ambas dan, constituyen lo que perseguimos como thelos. Y para alcanzar esa meta, condición sine cua non lograr la absoluta dominación práctica, fáctica y, sobre todo, política.

Hoy, con la pobreza material y social, llevada por la pandemia y los confinamientos inevitables, a niveles nunca antes vistos, el clientelismo político extorsivo y la corrupción que le es inmanente, se intensificarán en los años por venir, reproduciendo en consecuencia la anomia en unos casos, producto de la cada vez mayor colusión entre grupos hamponiles y gobiernos, y el acrecentamiento de las autocracias, tras la búsqueda de la dominación práctica, fáctica y política para acaparar el poder y así obtener (los grupos que resulten dominantes) la mayor de las recompensas posibles, en la explotación de las carroñas que surjan finalmente de nuestras naciones. El futuro luce incierto y la realidad no es lo que creemos que vemos y menos la que esperamos; la realidad es, indefectiblemente: ES…

 



[1] Zapata Osorno, Eucaris; Clientelismo político. Un concepto difuso pero útil para el análisis de la política local. Recuperado de internet en http://www.scielo.org.co/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0121-51672016000200009 Nota: las negrillas son nuestras.

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