HISTORIA DE LA IGNOMINIA. Persecución, tortura, ergástula y muerte: prácticas del poder que vencen el tiempo.
Venezuela fue, es y ha sido una
sociedad estructurada sobre la base el poder como motivación. Riqueza, mando y
reconocimiento como miras; acción antes que pensamiento; persecución, violencia
política y muerte, prácticas comunes. Se nos ha dicho al través de los tiempos,
que en el próximo tiempo por venir, la persecución por causas políticas, la
violencia, la ergástula, la tortura y el asesinato, desaparecerán bajo el
imperio de las leyes, rumbo señero que marcará, sin duda, una nueva y rutilante
Constitución de la República.
Y allí se marcan, ciertamente, como petroglifos, los derechos y garantías
ciudadanas. Nunca más una ergástula; para siempre erradicado el torturador, el
carcelero, el “humillador” de oficio,
vestido de uniforme oficial. Erradicada la catacumba donde perece el
perseguido; muerte a la tortura como medio de obtención de información; fin de
la noche del atropello y el vil asesinato; amanece el sol de los derechos, las
leyes y el debido proceso. La voz del
pueblo es la voz de Dios…
Mentiras, casi siempre viles mentiras. La
realidad del poder no tolera el disenso. Jamás lo ha tolerado y aun
permitiéndolo, lo ha condicionado. La presencia del gendarme fue y ha sido
imperturbable. La actuación del torturador, presencia más temprana que tarde.
La persecución, el crimen, el allanamiento madrugador y la desaparición,
acciones casi siempre permanentes. Es parte de nuestra dinámica ínsita. El poder no acepta desvíos, solo el tránsito
inexorable en su inmanente sendero y bajo su propio derrotero. Es obligante
“hablar su propio idioma” puede haber
declinaciones, pero “la gramática y su
pragmática”, ha de ser la misma.
Es esta la intención de estas letras, es decir, mostrar evidencia comprobable
de ese recorte nefasto de nuestra realidad histórica. Comencemos en esta triste
tarea: identifiquemos tradiciones, personas y organismos, junto a sus
motivaciones y prácticas comunes. E, inevitablemente, hagamos comparaciones,
por muy enojosas (y peligrosas) que resulten. Las caras y los tiempos serán
distintos, el discurso, las acciones y las ejecutorias, así como las
ejecuciones, sobre todo, “las
ejecuciones”, equivalentes. El poder
hace los muertos, los deudos los cargan para siempre. Venezuela
definitivamente los olvida. Pero la historia (ese “tribunal” que los oradores de ocasión tanto temen; ese “altar de sacrificios” que tanto adoran
los panfletarios en sus panegíricos, ataque, insulto y venganza mediante), nunca
olvida y jamás olvidará, mientras existan gentes que la investiguen y escriban
sobre ella. Vamos hoy a emprender ese camino, corto pero seguro: rescatar del tiempo esas deleznables presencias.
Desde que la República de Venezuela se creó como nación concreta (nunca
creación política sino retórica de ocasión), “el disidente” es visto
más como “enemigo” que como
adversario. Las figuras de los presos, los perseguidos, sometidos a prisión, en
la cárcel cuartel; el “cabo de presos”;
la tortura y el tormento, así como el policía, el torturador y el soldado
arbitrario, han sido actores principalísimos del mismo drama, aquel signado por
la violencia política del Estado. No voy a remontarme a un pasado plétora de “preteridades lejanas” (si se me permite
el uso de ese vocablo derivado de lo pretérito); voy a colocarme a “tiro de fusil” en nuestra historia contemporánea.
Empezaré por el Castrismo nuestro, de tónica montaraz, a decir de Armas
Chitty, vale decir, aquel primer tiempo de los “Compadres” en el poder, evidentemente con el Presidente José
Cipriano Castro Ruiz, el mismo que prometiese “Nuevos hombres, nuevos tiempos y nuevos procedimientos”. Aparte de
la herencia de la temible prisión de La Rotunda, ubicada entonces en Caracas
(concretamente en la parroquia San Juan, en lo que hoy es la Plaza de La
Concordia), sostenía el Castrismo una prisión temible en el castillo de la isla
de San Carlos, justo en la llamada Barra del Lago de Maracaibo. Allí resultaba
común se condujese a los prisioneros
políticos del gobierno, especialmente aquellos de las zonas circunvecinas y
algunos de Los Andes venezolanos. Solíase también practicar allí una temible
tortura de la que, realizada en más de tres ocasiones, resultaba el
fallecimiento del torturado. Consistía en “guindar
por los testículos” a la víctima, hasta que este perdiera la conciencia;
fue bautizada esta práctica como “El
Tortol”. Los ejecutores de tal tormento, los mismos que imponían “los grillos hasta de 60 libras” eran
los tipos de siempre: los convencidos de
su razón, sin duda la razón del Jefe; los temerosos de ser castigados por la
misma vía testicular, al no tener “el coraje” de aplicar tan deleznable y
cobarde práctica; y, finalmente, los enfermos del vicio de la tortura, ese tipo
de individuo que se solaza en el sufrimiento y la humillación del otro, especialmente
cuando es físico.
El general Juan Vicente Gómez Chacón, terminó por derrocar al general
Castro, su compadre y mentor; también su explotador y humillador jefe. Su
tiempo político, el de Gómez, fue bautizado como “La Rehabilitación”. No más presos, ni torturados. Solo los
enemigos del gobierno. Comenzando por los castristas, todo el que se atrevió a “desafiar” al gobierno (sin mensurar la
cuantía y calidad del “desafío”),
terminó dando con sus huesos a La Rotunda, portando sus afamados grillos y
siendo sometido a la más vil de las humillaciones. Nereo Pacheco, un viejo “residente” de la cárcel, terminó
ejerciendo las funciones de “cabo de
presos”. Los “Jefes” le
recomendaban “víctimas” a los fines
de ser sometidos a “tratamientos
especiales”. Y cuando se quería “disponer”
de ellos sin que apareciese un “homicida”
identificable, Nereo les preparaba su famoso “sancocho de vidrio”, una suerte de suculenta sopa que la víctima,
transida de hambre, devoraba con fruición, no reparando que el preparado de
marras, contenía en su interior vidrio molido. Al ingerir semejante alimento,
no tardaba la víctima en irse en una suerte de diarrea sanguinolenta, que
terminaba inexorablemente por liquidarlo. La “diagnosis oficial”: fallecimiento “por Disentería”, una enfermedad habitual en los presos. No sabemos
si Nereo sobrevivió a La Rotunda, pero es bastante probable que no lo haya
hecho. Demasiada maldad y muchas “cuentas
por pagar”.
Murió el general Gómez el 17 de diciembre de 1935, 27 años después de haber
derrocado a Castro. Se mantuvo incólume en el poder, gracias a una amplia red
de espías, espalderos, policías, ergástulas y torturadores, que esparció por
todo el país, incluso fuera de él. El lema “Viva,
Gómez y adelante” se mantuvo allí, imperturbable, pero, muy
lamentablemente, tras un reguero de lágrimas, cadenas y sangre. Pero así es el poder: despiadado y
miserable.
Sustituyó al general Gómez, el General Eleazar López Contreras, el 19 de
diciembre de 1935 y como Presidente Provisional de la República, conforme el
artículo 90 de la Constitución Nacional vigente para ese tiempo. Acto seguido,
hizo algo insólito para ese momento: liberó a los presos, destruyó las más
importantes ergástulas y encarceló a los torturadores. Casi inmediatamente, los
eternos enemigos del Gomezalato trataron de derrocarlo en 1935 y durante todo
el año 1936, ya convertido en Presidente Constitucional de la República. No hubo otro remedio; aunque con menos
intensidad y con un nombre más técnico “Servicio
Secreto de los Estados Unidos de Venezuela”, amparado además en el inciso
sexto, del artículo 32 de la misma Constitución, inició la cárcel y la
persecución de los “enemigos del gobierno
acusados de comunistas” o los que fuesen “reputados de tales”, dejando de ese modo abierta la puerta para
todos aquellos gamonales arbitrarios, ávidos por la tortura y el maltrato, que
tuviesen como denominador común la ambición, el miedo o simplemente la
debilidad mental. Así procedieron en el Zulia los capataces de la empresa
petrolera foránea, en contubernio con el cacicazgo local. Lo hicieron así los
latifundistas y sus matones de oficio con los campesinos, en condición
prácticamente feudal; lo propio con los pescadores de orilla, en manos de los
patrones con padrinazgo.
La figura del “Coronel-Jefe Civil”,
arbitrario y ladrón, además de bruto y criminal, fue inmortalizada por Rómulo
Gallegos, en el inefable coronel Pernalete, personaje singular de su
inolvidable novela “Doña Bárbara”. El General López, enemigo
natural de esas prácticas, en particular por la cobardía de quienes las
ejecutaban, no pudo sustraerse de su ocurrencia. Eran aquellos “enemigos políticos, enemigos también de la
Patria” y él, como su benefactor, debía confiar en que la tortura, la
persecución y la cárcel se verificasen “en
aquellos pocos” que se negaban a entender “los apremios en la construcción de la nueva nación…”
Terminó su mandato el general López en 1940, siendo sustituido por su
paisano tachirense el general Isaías Medina Angarita. Medina liberó también a
los pocos presos existentes; eliminó las escuálidas ergástulas del escenario
oficial y ofreció garantías para el disenso político. Nacieron los partidos
modernos, incluso el Partido Comunista, quien a la postre se volvió aliado del
gobierno, sin que por aquella alianza, la administración declinara de su
pensamiento liberal. Nunca antes la población disfrutó de tantas libertades y
la cárcel se convirtió en penuria para el ciudadano al margen de la ley, solo
por la comisión de delitos comunes. Pero el germen de la conspiración continuó
su proceso, por aquel amor hacia “el
ademán y el gesto tumultuario”, ínsito a nosotros los venezolanos, pero
también, en cierta medida, incubado por la praxis limitante del gobierno, no
solo en el ejercicio de alguna de las libertades políticas de la población,
sino en el mantenimiento de algunos viejos vicios, ya inveterados al interior
del Ejército Nacional. Aquella población, por cierto, en su inmensa mayoría y a
pesar de estar bullendo petróleo a borbotones, además de existir, virtud de su
millonario ingreso, vital impulso a la actividad económica (nacida por la
modernización súbita de un país que había vivido las primeras décadas del siglo
XX, en su propia versión de Feudalismo), languidecía en la mayor pobreza,
sujeta aún de la arbitrariedad militar en la provincia venezolana.
No tardó en germinar el discurso
vindicador. El 19 de octubre de 1945, al filo de una tarde que anunciaba el fin
de una era, el general Medina renunció a su cargo por motivo de una rebelión
militar triunfante. Aquellos que lo sustituyeron, se autodenominaron “revolucionarios”, bautizando a su
movimiento con el mote político altisonante de “Revolución de Octubre”, sugiriendo en su nominación cierta
reminiscencia rusa. Curiosamente, los civiles del partido político que hacen
parte de la “Junta Revolucionaria”
(así como su organización partidaria, Acción Democrática), son vistos como “socialistas” por unos y como “marxistas de tierra caliente” por
otros. Son ellos los que fundan un aparato policial de protección del Estado
Revolucionario, que ofrece no solo respeto a los derechos ciudadanos del “detenido por causa de seguridad pública”
sino, además, “profesionalismo en el
desempeño de las funciones de investigación”. El organismo lleva por nombre
“Seguridad Nacional de Venezuela” y
será conocido en adelante como “Seguridad
Nacional”, así, a secas. Trata de erigirse como un “organismo policial modelo” a la usanza y procedimientos de su par
francés “La Sureté”.
La Seguridad Nacional detiene solo aquellos a quienes interesa a la Junta
Revolucionaria; indicia por delitos contra la cosa pública, a quienes el Ejecutivo
revolucionario señala como actores en la comisión de los delitos de concusión y
cohecho. Pero se hace de la “vista gorda”
cuando las denuncias se cursan contra militares o tumultuarios militantes de
AD. Tampoco contra aquellos amigos y familiares de los que están disfrutando de
las “mieles del poder”. Cualquier
funcionario de este cuerpo que actuase en consecuencia, por aquello del “prurito por el cumplimiento del deber”, es
sustituido “ipso facto”. La violencia política, la arbitrariedad de AD y sus
conmilitones, además de algunos civiles (y militares) con “padrinazgo visiblemente poderoso” son dejados de lado en la
conducción de las investigaciones, recayendo la culpa en algún zoquete sin
nombre pero con dolientes, quienes representan, como siempre, el papel de “convidados de piedra”.
Otra farsa más. El poder se solaza en
su ejercicio arbitrario. La ley “no
entra por casa” y el arbitrio del funcionario, determina la validez y
cuantía de la vejación. De nada vale llenarse la boca con “la democracia y sus laudos arbitrales, ajustados a derecho”, palo y
sangre para el anónimo; vesania y vejación para el común. Pero tanto da el agua
al cántaro hasta que se revienta: el 24 de noviembre de 1948, los mismos
militares que llevaron al poder a los políticos, se los llevan en los cachos
como toro a matador, en medio de una lidia sin mayores “destrezas matarifes” pero con bastante “sangre en la arena”. Y es entonces cuando la Seguridad Nacional se
alza por sus fueros ofendidos. Pedro Estrada, un viejo policía de Caracas, que
reúne en sí mismo la delicadeza y elegancia de Teresa Carreño con la vesania
del viejo Nereo Pacheco, termina dirigiendo ese cuerpo, inaugurando prácticas
como “El Rin”, “La panela de hielo”, “El
bate envuelto en periódico” y, finalmente, las torturas más variadas junto
al asesinato selectivo y la desaparición forzada: todo un muestrario de maldad al servicio del poder. A José Agustín
Catalá, un editor venezolano que se le ocurre publicar un panfleto que hace
llamar “El libro negro de la dictadura”, lo
hacen preso y Miguel Silvio Sanz, segundo hombre fuerte de la SN, lo hace
llevar a su presencia y con el tabaco que siempre fuma, le quema el miembro
viril a Catalá, una y otra vez, mientras ríe a carcajadas…El poder no tiene miramientos, es capaz de apacentar a cualquier íncubo,
si con él logra apuntalar su estructura.
Para el momento en que escribimos estas líneas, se cumplen 60 años de la
caída inercial de ese gobierno. Y decimos inercial porque muchos actores se
empeñan en decir que la defenestración del gobierno militar, presidido por el general
Marcos Pérez Jiménez, se debió a una “revuelta
popular orquestada entre población y Fuerzas Armadas”, otra fábula más.
Pérez Jiménez abandona el poder cuando se percata que ha perdido el apoyo
irrestricto de las Fuerzas Armadas; que lo ha perdido también en el seno de la
alta burguesía que ha ayudado a crear y crecer; que ha ocurrido lo propio con
la Iglesia Católica, la misma que en su mejor momento, le rinde pleitesía como
si se tratase del “Constantino de
Michelena”; y, por último, cuando lo abandona a su suerte el gobierno de su
poderoso socio del norte: Estados Unidos de Norteamérica. Ha dejado en la
estacada a este “hijo de puta”, como llamasen
especialmente en el Departamento de
Estado de Estados Unidos, a los gamonales de charretera y machete en América Latina,
dependencia pública que hiciese lo propio con Anastasio Somoza García, pero en
Nicaragua y a quien identificasen, además, como a “su propio hijo de puta”. El gobierno del país norteamericano le
retira el apoyo porque “ya no le es
simpático a sus intereses políticos y económicos continentales”. Y así, por aquello de que “pescuezo no retoña”, Pérez Jiménez se
va del país sin esperar que lo cesen por otra vía. Atrás deja los muertos y
torturados del cuartel de El Obispo, de Guasina y de los sótanos de la
Seguridad Nacional. Y de nuevo las promesas de los políticos que se aprestan a
tomar el poder: nunca más un preso, jamás
un torturado, proscripción al allanamiento nocturno y sin observancia del
debido proceso. “Buenos días Libertad”
rezan los titulares de prensa.
Rómulo Betancourt Bello gana el proceso electoral en diciembre de 1958 y se
transforma, por segunda vez en trece años, en el segundo Presidente
Constitucional de la República, electo en comicios libres, directos y secretos.
En 1961, se aprueba una nueva Constitución Nacional que consagra las garantías
constitucionales, entre ellos, el derecho a la vida, a la libre expresión de
las ideas y del pensamiento, así como la inviolabilidad del hogar. Y de nuevo
las promesas: “Nunca más un preso, jamás
un torturado. La humillación se ha proscrito: la democracia impera”. Poco
duran los pronunciamientos por buenos deseos. Betancourt es sujeto de ataque
desde múltiples frentes, que buscan además su derrocamiento inmediato; incluso
enfrenta un intento de asesinato.
Y como una suerte de maldición que nos persigue, tiene que fundar su propia
banda de íncubos, para protegerse, a la sombra de la misma miseria humana y
valiéndose del entramado jurídico e institucional. La maldad ínsita al poder,
da a luz a la Dirección General de Policía, mejor conocida como DIGEPOL.
Dependiendo del Ministerio de Relaciones Interiores, tiene en su titular, a su
mejor y más enconado defensor. Las mismas torturas (porque fueron las mismas y
hasta peores a las que se suman “nuevas y
más refinadas”), se practican en los sótanos del Edificio Las Brisas,
inmueble que sirve de sede al cuerpo policial en referencia. “El Tobo”, “El Submarino”, “El Teléfono”,
“La Bañera”, los fusilamientos “en
seco”, esto es, simulados.
Las desapariciones forzadas, los asesinatos, los allanamientos nocturnos
sin cumplir los extremos de ley. Todas estas prácticas se extienden además
hacia el Servicio de Información de las Fuerzas Armadas (SIFA), así como a las
policías municipales y estadales. La tortura o su potencial realización, se
hace parte del miedo de la gente. El
poder no hace distinciones: basta ser señalado de comunista para ir a parar a
un lúgubre sótano o a un destino incierto. Allí no hay derechos
constitucionales y menos respeto a la vida: en
el infierno no hay ley para los pecadores.
A lo largo de la Democracia Representativa, los cuerpos orgánicos de
tortura y persecución (creados, organizados y entrenados para los menesteres
que venimos citando), se fueron profesionalizando, modernizando y adecuando a
sus “respectivas realidades”; de la
DIGEPOL, pasamos a la Dirección de los Servicios de Inteligencia y Prevención
(DISIP) y del SIFA, a la flamante Dirección de Inteligencia Militar (DIM). Con
mucho más amplitud y personal de primera calidad, junto a Directores de una
incuestionable mejor presencia y nivel cultural e intelectual que sus
predecesores, no pudieron sin embargo sustraerse de las torturas, la
persecución y la violación sistemática de los derechos, así como la integridad
física de los “detenidos por causa de
seguridad del Estado”. Los funcionarios más profesionales y especialistas
en inteligencia, así como en contra inteligencia, siempre argumentaron que “ellos no hacían parte de aquellas prácticas
porque estaban a otro nivel” y los “más
recios” solo argumentaban con simpleza que se trataba simplemente de “comunistas” y, al fin y al cabo: “comunista no es gente”.
Los comunistas siempre prometieron que logrado el triunfo de “la Revolución”, jamás ocurrirían a esas
prácticas. Y una vez más: “jamás un
preso, nunca un torturado, menos desaparecido y aún más, asesinado”. Luego
de la derrota de los cubanos y la guerrilla castrocomunista en Venezuela, a
finales de los años setenta, así como de la incorporación a la vida política
activa de los partidos de izquierda, de antigua confesión comunista, se daba
por sentado que nunca llegarían al poder grupos de ese origen y práctica
ideológica. Eran pequeñas
organizaciones, prácticamente locales, sin chance de fortalecimiento y
establecimiento nacional, adicionalmente con muy poco caudal de votos, registrado
en cada proceso electoral. En los años ochenta y noventa, perseguidos por los
gobiernos sucesivos, optaron por hacerse parte del “establishment” político y así, por un tiempo, “todos vivieron felices” salvo los grupúsculos que aún mantenían
una postura “guerrillera anacrónica”
en contra del Estado. El palo, la sangre, la tortura y la desaparición forzada,
solo la siguieron sufriendo estas “bandas
de loquitos irreductibles” y finalmente, el buen vino, el billete y el “discreto encanto de ser burgués” hicieron
su eficiente trabajo. El poder mata y
tortura, pero también encanta con los efluvios de lo bueno, lo elegante y,
sobre todo, lo sabroso…
El 2 de diciembre de 1998, obtiene el triunfo electoral un personaje
mimético, líder carismático, quien resume en su sola presencia las aspiraciones
de todos los que habían quedado por fuera en 1958, más aquellas acumuladas por
densos grupos sociales que no hacen “vida
política” por diferencias ideológicas con “el Sistema”, sumándole “las
bandas de loquitos” ya más orgánicamente constituidas en partidos
políticos, con la adición de todo aquel descontento por las ineficiencias
administrativas en la gestión pública, así como en las luchas intestinas de los
partidos tradicionales, hasta ese momento residentes y usufructuarios del
poder. Hugo Rafael Chávez Frías, precedido de la fama de “guerrero vengador”, primero es nacionalista, de corte neofacista
militar, luego revolucionario, tras su
encuentro con el Mausolo del Caribe, Fidel Castro, quien ve en él la
posibilidad de la perpetuación de su reinado, acaso, monarquía revolucionaria antillana que
languidece tras la caída del muro de Berlín y la pérdida de su cordón umbilical
con un mundo socialista que boquea, irremediablemente, en artículo mortis. El
poder de Castro recibe como brisa fresca el potencial poder en ciernes de este “Bolívar zambo” quien, para beneplácito
del cubano, se siente cautivo tanto de Nietzsche y Marx, como de la Macumba cubana
que a golpe de son y tambor, reside entre pócimas, paleros y bawalaos. Mejor: imposible…
Así las cosas, la llamada “Revolución
Bolivariana” se hace “Socialista”,
un tipo de socialismo extraño que alimentado (una vez más en nuestra historia
contemporánea), por el chorro petrolero, discurre entre loas a Marx y Engels, a
los cubanos y a Fidel, pero a bordo de camionetas de lujo, rodeados de espalderos en
motocicletas de alta cilindrada; degustando buen vino y sus respectivas finas delicatesen; además de viajes a confines
mundiales, donde se departe de Lenin y el “¿Qué
hacer?” entre caviar con panes de centeno y sal marina, rociado de abundante vodka, eso sí: del mejor del
mundo.
Todo parece marchar de maravilla, pero el 5 de marzo de 2013, cuando Chávez
brilla en el zenit de su cielo, lo sorprende la parca, según sus acólitos lo
anuncian, mientras que sus más contumaces adversarios, afirman que el
comandante habría dejado este mundo el 30 de diciembre de 2012. Más tarde
ocurre con Fidel, el propio Mausolo del Caribe, quien termina yaciendo bajo un
peñón frío, allá en su provincia querida: Santiago de Cuba.
Antes de morir, Chávez deja por unción a Nicolás Maduro, acaso su
colaborador más leal y cercano de los últimos años pero, posiblemente (la
evidencia empírica disponible parece confirmarlo), el más pobremente dotado
para el cargo; algunos piensan que se inclina por él, pensando en una posibilidad
real de supervivencia. Pero lo cierto es que hemos llegado hasta aquí, 20 años
más tarde.
Debido una política económica errada; pésima administración de las riquezas
del Estado; una crisis económica mundial; devaluación monetaria y enemistad con
los centros naturales de poder en la región, entre otras razones, por el
carácter “socialista” de la
Revolución, Venezuela está prácticamente
en el suelo. Pobreza, escasez, muerte por falta de medicamentos, “la Patria de Bolívar” como gusta a
estos “neo-socialistas” llamar a
Venezuela, enfrenta su peor crisis económica y social en la historia
republicana, acaso guardando ciertas similitudes con algunos de los peores
momentos vividos durante de las guerras intestinas decimonónicas.
Como resultaba lógico suponer, voces de protesta se han hecho sentir con
particular vehemencia, y, una vez más, “el
poder se siente amenazado”. Y estos, llamados por algunos “comunistas”, quienes han tenido en su
gobierno, ocupando importantes cargos, a aquellos que en el pasado fueron
sujetos de persecución, cárcel y tortura y, más aún, tiene entre sus más importantes
jerarcas al Dr. Jorge Rodríguez, cuyo padre fuese sujeto de tortura y muerte en
los sótanos del tristemente afamado Edificio Las Brisas, ocurren al mismo
expediente de siempre: aquel que viene signado por la tortura, la desaparición
forzada, la persecución y la muerte. Acusados en los mismos términos que un día
utilizaron contra ellos, esto es, “Enemigos
del Estado”, “Terroristas”, “Desestabilizadores”, “Traidores a la Patria”,
estos “comunistas de hoy” proceden
con la misma vesania con la que un día lo hiciesen sus equivalentes en la
Sagrada, el Servicio Secreto de los Estados Unidos de Venezuela, la Seguridad
Nacional, la Digepol, el Sifa, la Disip y ahora, con el nombre de SEBIN y
DGCIM, lo hacen bajo el pretexto inveterado de “neutralizar a los enemigos del Estado”. El poder no hace, ni puede
hacer concesiones; por el poder se mata o se muere: primero muerto que
ignominiosamente cubierto de sangre…
El poder no tiene ideología; no conoce de fronteras físicas ni morales. El
poder como el cáncer, no respeta ni edad, ni condición social. El poder no
tiene sexo, tampoco es tierno, ni justiciero, ni cabal y muchísimo menos
respetuoso. El poder se solaza en sus enemigos y sus sufrimientos y termina
eliminándolos por pequeños que sean. Porque el poder viene de lo profundo de
las catacumbas morales humanas, tiene a la vez cara de calavera y de demonio
feroz.
El poder no perdona y
no perdonará jamás y como el mal, termina devorándose así mismo, solo para
renacer entre las cenizas como el ave Fénix, en las personas que lo retoman
solo por venganza o quizás entre los tonos rosáceos del discurso de la
vindicación. Cuídame Señor del agua mansa, porque de aquellas, las turbias y
procelosas del poder, me cuidaré yo… si puedo… ¡Va de retro!
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