HISTORIA DE LA IGNOMINIA. Persecución, tortura, ergástula y muerte: prácticas del poder que vencen el tiempo.


Venezuela  fue, es y ha sido una sociedad estructurada sobre la base el poder como motivación. Riqueza, mando y reconocimiento como miras; acción antes que pensamiento; persecución, violencia política y muerte, prácticas comunes. Se nos ha dicho al través de los tiempos, que en el próximo tiempo por venir, la persecución por causas políticas, la violencia, la ergástula, la tortura y el asesinato, desaparecerán bajo el imperio de las leyes, rumbo señero que marcará, sin duda, una nueva y rutilante Constitución de la República.

Y allí se marcan, ciertamente, como petroglifos, los derechos y garantías ciudadanas. Nunca más una ergástula; para siempre erradicado el torturador, el carcelero, el “humillador” de oficio, vestido de uniforme oficial. Erradicada la catacumba donde perece el perseguido; muerte a la tortura como medio de obtención de información; fin de la noche del atropello y el vil asesinato; amanece el sol de los derechos, las leyes y el debido proceso. La voz del pueblo es la voz de Dios…

Mentiras, casi siempre viles mentiras. La realidad del poder no tolera el disenso. Jamás lo ha tolerado y aun permitiéndolo, lo ha condicionado. La presencia del gendarme fue y ha sido imperturbable. La actuación del torturador, presencia más temprana que tarde. La persecución, el crimen, el allanamiento madrugador y la desaparición, acciones casi siempre permanentes. Es parte de nuestra dinámica ínsita. El poder no acepta desvíos, solo el tránsito inexorable en su inmanente sendero y bajo su propio derrotero. Es obligante “hablar su propio idioma” puede haber declinaciones, pero “la gramática y su pragmática”, ha de ser la misma.

Es esta la intención de estas letras, es decir, mostrar evidencia comprobable de ese recorte nefasto de nuestra realidad histórica. Comencemos en esta triste tarea: identifiquemos tradiciones, personas y organismos, junto a sus motivaciones y prácticas comunes. E, inevitablemente, hagamos comparaciones, por muy enojosas (y peligrosas) que resulten. Las caras y los tiempos serán distintos, el discurso, las acciones y las ejecutorias, así como las ejecuciones, sobre todo, “las ejecuciones”, equivalentes. El poder hace los muertos, los deudos los cargan para siempre. Venezuela definitivamente los olvida. Pero la historia (ese “tribunal” que los oradores de ocasión tanto temen; ese “altar de sacrificios” que tanto adoran los panfletarios en sus panegíricos,  ataque, insulto y venganza mediante), nunca olvida y jamás olvidará, mientras existan gentes que la investiguen y escriban sobre ella. Vamos hoy a emprender ese camino, corto pero seguro: rescatar del tiempo esas deleznables presencias.

Desde que la República de Venezuela se creó como nación concreta (nunca creación política sino retórica de ocasión), “el disidente” es visto más como “enemigo” que como adversario. Las figuras de los presos, los perseguidos, sometidos a prisión, en la cárcel cuartel; el “cabo de presos”; la tortura y el tormento, así como el policía, el torturador y el soldado arbitrario, han sido actores principalísimos del mismo drama, aquel signado por la violencia política del Estado. No voy a remontarme a un pasado plétora de “preteridades lejanas” (si se me permite el uso de ese vocablo derivado de lo pretérito); voy a colocarme a “tiro de fusil”  en nuestra historia contemporánea.

Empezaré por el Castrismo nuestro, de tónica montaraz, a decir de Armas Chitty, vale decir, aquel primer tiempo de los “Compadres” en el poder, evidentemente con el Presidente José Cipriano Castro Ruiz, el mismo que prometiese “Nuevos hombres, nuevos tiempos y nuevos procedimientos”. Aparte de la herencia de la temible prisión de La Rotunda, ubicada entonces en Caracas (concretamente en la parroquia San Juan, en lo que hoy es la Plaza de La Concordia), sostenía el Castrismo una prisión temible en el castillo de la isla de San Carlos, justo en la llamada Barra del Lago de Maracaibo. Allí resultaba común se condujese a  los prisioneros políticos del gobierno, especialmente aquellos de las zonas circunvecinas y algunos de Los Andes venezolanos. Solíase también practicar allí una temible tortura de la que, realizada en más de tres ocasiones, resultaba el fallecimiento del torturado. Consistía en “guindar por los testículos” a la víctima, hasta que este perdiera la conciencia; fue bautizada esta práctica como “El Tortol”. Los ejecutores de tal tormento, los mismos que imponían “los grillos hasta de 60 libras” eran los tipos de siempre: los convencidos de su razón, sin duda la razón del Jefe; los temerosos de ser castigados por la misma vía testicular, al no tener “el coraje” de aplicar tan deleznable y cobarde práctica; y, finalmente, los enfermos del vicio de la tortura, ese tipo de individuo que se solaza en el sufrimiento y la humillación del otro, especialmente cuando es físico.

El general Juan Vicente Gómez Chacón, terminó por derrocar al general Castro, su compadre y mentor; también su explotador y humillador jefe. Su tiempo político, el de Gómez, fue bautizado como “La Rehabilitación”. No más presos, ni torturados. Solo los enemigos del gobierno. Comenzando por los castristas, todo el que se atrevió a “desafiar” al gobierno (sin mensurar la cuantía y calidad del “desafío”), terminó dando con sus huesos a La Rotunda, portando sus afamados grillos y siendo sometido a la más vil de las humillaciones. Nereo Pacheco, un viejo “residente” de la cárcel, terminó ejerciendo las funciones de “cabo de presos”. Los “Jefes” le recomendaban “víctimas” a los fines de ser sometidos a “tratamientos especiales”. Y cuando se quería “disponer” de ellos sin que apareciese un “homicida” identificable, Nereo les preparaba su famoso “sancocho de vidrio”, una suerte de suculenta sopa que la víctima, transida de hambre, devoraba con fruición, no reparando que el preparado de marras, contenía en su interior vidrio molido. Al ingerir semejante alimento, no tardaba la víctima en irse en una suerte de diarrea sanguinolenta, que terminaba inexorablemente por liquidarlo. La “diagnosis oficial”: fallecimiento “por Disentería”, una enfermedad habitual en los presos. No sabemos si Nereo sobrevivió a La Rotunda, pero es bastante probable que no lo haya hecho. Demasiada maldad y muchas “cuentas por pagar”.

Murió el general Gómez el 17 de diciembre de 1935, 27 años después de haber derrocado a Castro. Se mantuvo incólume en el poder, gracias a una amplia red de espías, espalderos, policías, ergástulas y torturadores, que esparció por todo el país, incluso fuera de él. El lema “Viva, Gómez y adelante” se mantuvo allí, imperturbable, pero, muy lamentablemente, tras un reguero de lágrimas, cadenas y sangre. Pero así es el poder: despiadado y miserable.

Sustituyó al general Gómez, el General Eleazar López Contreras, el 19 de diciembre de 1935 y como Presidente Provisional de la República, conforme el artículo 90 de la Constitución Nacional vigente para ese tiempo. Acto seguido, hizo algo insólito para ese momento: liberó a los presos, destruyó las más importantes ergástulas y encarceló a los torturadores. Casi inmediatamente, los eternos enemigos del Gomezalato trataron de derrocarlo en 1935 y durante todo el año 1936, ya convertido en Presidente Constitucional de la República.  No hubo otro remedio; aunque con menos intensidad y con un nombre más técnico “Servicio Secreto de los Estados Unidos de Venezuela”, amparado además en el inciso sexto, del artículo 32 de la misma Constitución, inició la cárcel y la persecución de los “enemigos del gobierno acusados de comunistas” o los que fuesen “reputados de tales”, dejando de ese modo abierta la puerta para todos aquellos gamonales arbitrarios, ávidos por la tortura y el maltrato, que tuviesen como denominador común la ambición, el miedo o simplemente la debilidad mental. Así procedieron en el Zulia los capataces de la empresa petrolera foránea, en contubernio con el cacicazgo local. Lo hicieron así los latifundistas y sus matones de oficio con los campesinos, en condición prácticamente feudal; lo propio con los pescadores de orilla, en manos de los patrones con padrinazgo.

La figura del “Coronel-Jefe Civil”, arbitrario y ladrón, además de bruto y criminal, fue inmortalizada por Rómulo Gallegos, en el inefable coronel Pernalete, personaje singular de su inolvidable novela “Doña Bárbara”. El General López, enemigo natural de esas prácticas, en particular por la cobardía de quienes las ejecutaban, no pudo sustraerse de su ocurrencia. Eran aquellos “enemigos políticos, enemigos también de la Patria” y él, como su benefactor, debía confiar en que la tortura, la persecución y la cárcel se verificasen “en aquellos pocos” que se negaban a entender “los apremios en la construcción de la nueva nación…”

Terminó su mandato el general López en 1940, siendo sustituido por su paisano tachirense el general Isaías Medina Angarita. Medina liberó también a los pocos presos existentes; eliminó las escuálidas ergástulas del escenario oficial y ofreció garantías para el disenso político. Nacieron los partidos modernos, incluso el Partido Comunista, quien a la postre se volvió aliado del gobierno, sin que por aquella alianza, la administración declinara de su pensamiento liberal. Nunca antes la población disfrutó de tantas libertades y la cárcel se convirtió en penuria para el ciudadano al margen de la ley, solo por la comisión de delitos comunes. Pero el germen de la conspiración continuó su proceso, por aquel amor hacia “el ademán y el gesto tumultuario”, ínsito a nosotros los venezolanos, pero también, en cierta medida, incubado por la praxis limitante del gobierno, no solo en el ejercicio de alguna de las libertades políticas de la población, sino en el mantenimiento de algunos viejos vicios, ya inveterados al interior del Ejército Nacional. Aquella población, por cierto, en su inmensa mayoría y a pesar de estar bullendo petróleo a borbotones, además de existir, virtud de su millonario ingreso, vital impulso a la actividad económica (nacida por la modernización súbita de un país que había vivido las primeras décadas del siglo XX, en su propia versión de Feudalismo), languidecía en la mayor pobreza, sujeta aún de la arbitrariedad militar en la provincia venezolana.

 No tardó en germinar el discurso vindicador. El 19 de octubre de 1945, al filo de una tarde que anunciaba el fin de una era, el general Medina renunció a su cargo por motivo de una rebelión militar triunfante. Aquellos que lo sustituyeron, se autodenominaron “revolucionarios”, bautizando a su movimiento con el mote político altisonante de “Revolución de Octubre”, sugiriendo en su nominación cierta reminiscencia rusa. Curiosamente, los civiles del partido político que hacen parte de la “Junta Revolucionaria” (así como su organización partidaria, Acción Democrática), son vistos como “socialistas” por unos y como “marxistas de tierra caliente” por otros. Son ellos los que fundan un aparato policial de protección del Estado Revolucionario, que ofrece no solo respeto a los derechos ciudadanos del “detenido por causa de seguridad pública” sino, además, “profesionalismo en el desempeño de las funciones de investigación”. El organismo lleva por nombre “Seguridad Nacional de Venezuela” y será conocido en adelante como “Seguridad Nacional”, así, a secas. Trata de erigirse como un “organismo policial modelo” a la usanza y procedimientos de su par francés “La Sureté”.

La Seguridad Nacional detiene solo aquellos a quienes interesa a la Junta Revolucionaria; indicia por delitos contra la cosa pública, a quienes el Ejecutivo revolucionario señala como actores en la comisión de los delitos de concusión y cohecho. Pero se hace de la “vista gorda” cuando las denuncias se cursan contra militares o tumultuarios militantes de AD. Tampoco contra aquellos amigos y familiares de los que están disfrutando de las “mieles del poder”. Cualquier funcionario de este cuerpo que actuase en consecuencia, por aquello del “prurito por el cumplimiento del deber”, es sustituido “ipso facto”. La violencia política, la arbitrariedad de AD y sus conmilitones, además de algunos civiles (y militares) con “padrinazgo visiblemente poderoso” son dejados de lado en la conducción de las investigaciones, recayendo la culpa en algún zoquete sin nombre pero con dolientes, quienes representan, como siempre, el papel de “convidados de piedra”.

Otra farsa más. El poder se solaza en su ejercicio arbitrario. La ley “no entra por casa” y el arbitrio del funcionario, determina la validez y cuantía de la vejación. De nada vale llenarse la boca con “la democracia y sus laudos arbitrales, ajustados a derecho”, palo y sangre para el anónimo; vesania y vejación para el común. Pero tanto da el agua al cántaro hasta que se revienta: el 24 de noviembre de 1948, los mismos militares que llevaron al poder a los políticos, se los llevan en los cachos como toro a matador, en medio de una lidia sin mayores “destrezas matarifes” pero con bastante “sangre en la arena”. Y es entonces cuando la Seguridad Nacional se alza por sus fueros ofendidos. Pedro Estrada, un viejo policía de Caracas, que reúne en sí mismo la delicadeza y elegancia de Teresa Carreño con la vesania del viejo Nereo Pacheco, termina dirigiendo ese cuerpo, inaugurando prácticas como “El Rin”, “La panela de hielo”, “El bate envuelto en periódico” y, finalmente, las torturas más variadas junto al asesinato selectivo y la desaparición forzada: todo un muestrario de maldad al servicio del poder. A José Agustín Catalá, un editor venezolano que se le ocurre publicar un panfleto que hace llamar “El libro negro de la dictadura”, lo hacen preso y Miguel Silvio Sanz, segundo hombre fuerte de la SN, lo hace llevar a su presencia y con el tabaco que siempre fuma, le quema el miembro viril a Catalá, una y otra vez, mientras ríe a carcajadas…El poder no tiene miramientos, es capaz de apacentar a cualquier íncubo, si con él logra apuntalar su estructura.

Para el momento en que escribimos estas líneas, se cumplen 60 años de la caída inercial de ese gobierno. Y decimos inercial porque muchos actores se empeñan en decir que la defenestración del gobierno militar, presidido por el general Marcos Pérez Jiménez, se debió a una “revuelta popular orquestada entre población y Fuerzas Armadas”, otra fábula más. Pérez Jiménez abandona el poder cuando se percata que ha perdido el apoyo irrestricto de las Fuerzas Armadas; que lo ha perdido también en el seno de la alta burguesía que ha ayudado a crear y crecer; que ha ocurrido lo propio con la Iglesia Católica, la misma que en su mejor momento, le rinde pleitesía como si se tratase del “Constantino de Michelena”; y, por último, cuando lo abandona a su suerte el gobierno de su poderoso socio del norte: Estados Unidos de Norteamérica. Ha dejado en la estacada a este “hijo de puta”, como llamasen especialmente  en el Departamento de Estado de Estados Unidos, a los gamonales de charretera y machete en América Latina, dependencia pública que hiciese lo propio con Anastasio Somoza García, pero en Nicaragua y a quien identificasen, además, como a “su propio hijo de puta”. El gobierno del país norteamericano le retira el apoyo porque “ya no le es simpático a sus intereses políticos y económicos  continentales”. Y así, por aquello de que “pescuezo no retoña”, Pérez Jiménez se va del país sin esperar que lo cesen por otra vía. Atrás deja los muertos y torturados del cuartel de El Obispo, de Guasina y de los sótanos de la Seguridad Nacional. Y de nuevo las promesas de los políticos que se aprestan a tomar el poder: nunca más un preso, jamás un torturado, proscripción al allanamiento nocturno y sin observancia del debido proceso. “Buenos días Libertad” rezan los titulares de prensa.

Rómulo Betancourt Bello gana el proceso electoral en diciembre de 1958 y se transforma, por segunda vez en trece años, en el segundo Presidente Constitucional de la República, electo en comicios libres, directos y secretos. En 1961, se aprueba una nueva Constitución Nacional que consagra las garantías constitucionales, entre ellos, el derecho a la vida, a la libre expresión de las ideas y del pensamiento, así como la inviolabilidad del hogar. Y de nuevo las promesas: “Nunca más un preso, jamás un torturado. La humillación se ha proscrito: la democracia impera”. Poco duran los pronunciamientos por buenos deseos. Betancourt es sujeto de ataque desde múltiples frentes, que buscan además su derrocamiento inmediato; incluso enfrenta un intento de asesinato.

Y como una suerte de maldición que nos persigue, tiene que fundar su propia banda de íncubos, para protegerse, a la sombra de la misma miseria humana y valiéndose del entramado jurídico e institucional. La maldad ínsita al poder, da a luz a la Dirección General de Policía, mejor conocida como DIGEPOL. Dependiendo del Ministerio de Relaciones Interiores, tiene en su titular, a su mejor y más enconado defensor. Las mismas torturas (porque fueron las mismas y hasta peores a las que se suman “nuevas y más refinadas”), se practican en los sótanos del Edificio Las Brisas, inmueble que sirve de sede al cuerpo policial en referencia. “El Tobo”, “El Submarino”, “El Teléfono”, “La Bañera”, los fusilamientos “en seco”, esto es, simulados.

Las desapariciones forzadas, los asesinatos, los allanamientos nocturnos sin cumplir los extremos de ley. Todas estas prácticas se extienden además hacia el Servicio de Información de las Fuerzas Armadas (SIFA), así como a las policías municipales y estadales. La tortura o su potencial realización, se hace parte del miedo de la gente. El poder no hace distinciones: basta ser señalado de comunista para ir a parar a un lúgubre sótano o a un destino incierto. Allí no hay derechos constitucionales y menos respeto a la vida: en el infierno no hay ley para los pecadores.

A lo largo de la Democracia Representativa, los cuerpos orgánicos de tortura y persecución (creados, organizados y entrenados para los menesteres que venimos citando), se fueron profesionalizando, modernizando y adecuando a sus “respectivas realidades”; de la DIGEPOL, pasamos a la Dirección de los Servicios de Inteligencia y Prevención (DISIP) y del SIFA, a la flamante Dirección de Inteligencia Militar (DIM). Con mucho más amplitud y personal de primera calidad, junto a Directores de una incuestionable mejor presencia y nivel cultural e intelectual que sus predecesores, no pudieron sin embargo sustraerse de las torturas, la persecución y la violación sistemática de los derechos, así como la integridad física de los “detenidos por causa de seguridad del Estado”. Los funcionarios más profesionales y especialistas en inteligencia, así como en contra inteligencia, siempre argumentaron que “ellos no hacían parte de aquellas prácticas porque estaban a otro nivel” y los “más recios” solo argumentaban con simpleza que se trataba simplemente de “comunistas” y, al fin y al cabo: “comunista no es gente”.

Los comunistas siempre prometieron que logrado el triunfo de “la Revolución”, jamás ocurrirían a esas prácticas. Y una vez más: “jamás un preso, nunca un torturado, menos desaparecido y aún más, asesinado”. Luego de la derrota de los cubanos y la guerrilla castrocomunista en Venezuela, a finales de los años setenta, así como de la incorporación a la vida política activa de los partidos de izquierda, de antigua confesión comunista, se daba por sentado que nunca llegarían al poder grupos de ese origen y práctica ideológica.  Eran pequeñas organizaciones, prácticamente locales, sin chance de fortalecimiento y establecimiento nacional, adicionalmente con muy poco caudal de votos, registrado en cada proceso electoral. En los años ochenta y noventa, perseguidos por los gobiernos sucesivos, optaron por hacerse parte del “establishment” político y así, por un tiempo, “todos vivieron felices” salvo los grupúsculos que aún mantenían una postura “guerrillera anacrónica” en contra del Estado. El palo, la sangre, la tortura y la desaparición forzada, solo la siguieron sufriendo estas “bandas de loquitos irreductibles” y finalmente, el buen vino, el billete y el “discreto encanto de ser burgués” hicieron su eficiente trabajo. El poder mata y tortura, pero también encanta con los efluvios de lo bueno, lo elegante y, sobre todo, lo sabroso…

El 2 de diciembre de 1998, obtiene el triunfo electoral un personaje mimético, líder carismático, quien resume en su sola presencia las aspiraciones de todos los que habían quedado por fuera en 1958, más aquellas acumuladas por densos grupos sociales que no hacen “vida política” por diferencias ideológicas con “el Sistema”, sumándole “las bandas de loquitos” ya más orgánicamente constituidas en partidos políticos, con la adición de todo aquel descontento por las ineficiencias administrativas en la gestión pública, así como en las luchas intestinas de los partidos tradicionales, hasta ese momento residentes y usufructuarios del poder. Hugo Rafael Chávez Frías, precedido de la fama de “guerrero vengador”, primero es nacionalista, de corte neofacista militar,  luego revolucionario, tras su encuentro con el Mausolo del Caribe, Fidel Castro, quien ve en él la posibilidad de la perpetuación de su reinado, acaso,  monarquía revolucionaria antillana que languidece tras la caída del muro de Berlín y la pérdida de su cordón umbilical con un mundo socialista que boquea, irremediablemente, en artículo mortis. El poder de Castro recibe como brisa fresca el potencial poder en ciernes de este “Bolívar zambo” quien, para beneplácito del cubano, se siente cautivo tanto de Nietzsche y Marx, como de la Macumba cubana que a golpe de son y tambor, reside entre pócimas, paleros y bawalaos. Mejor: imposible…

Así las cosas, la llamada “Revolución Bolivariana” se hace “Socialista”, un tipo de socialismo extraño que alimentado (una vez más en nuestra historia contemporánea), por el chorro petrolero, discurre entre loas a Marx y Engels, a los cubanos y a Fidel, pero a bordo de camionetas de lujo, rodeados de espalderos en motocicletas de alta cilindrada; degustando buen vino y sus respectivas finas delicatesen; además de viajes a confines mundiales, donde se departe de Lenin y el “¿Qué hacer?” entre caviar con panes de centeno y sal marina, rociado de abundante vodka, eso sí: del mejor del mundo. 

Todo parece marchar de maravilla, pero el 5 de marzo de 2013, cuando Chávez brilla en el zenit de su cielo, lo sorprende la parca, según sus acólitos lo anuncian, mientras que sus más contumaces adversarios, afirman que el comandante habría dejado este mundo el 30 de diciembre de 2012. Más tarde ocurre con Fidel, el propio Mausolo del Caribe, quien termina yaciendo bajo un peñón frío, allá en su provincia querida: Santiago de Cuba.

Antes de morir, Chávez deja por unción a Nicolás Maduro, acaso su colaborador más leal y cercano de los últimos años pero, posiblemente (la evidencia empírica disponible parece confirmarlo), el más pobremente dotado para el cargo; algunos piensan que se inclina por él, pensando en una posibilidad real de supervivencia. Pero lo cierto es que hemos llegado hasta aquí, 20 años más tarde.

Debido una política económica errada; pésima administración de las riquezas del Estado; una crisis económica mundial; devaluación monetaria y enemistad con los centros naturales de poder en la región, entre otras razones, por el carácter “socialista” de la Revolución,  Venezuela está prácticamente en el suelo. Pobreza, escasez, muerte por falta de medicamentos, “la Patria de Bolívar” como gusta a estos “neo-socialistas” llamar a Venezuela, enfrenta su peor crisis económica y social en la historia republicana, acaso guardando ciertas similitudes con algunos de los peores momentos vividos durante de las guerras intestinas decimonónicas.

Como resultaba lógico suponer, voces de protesta se han hecho sentir con particular vehemencia, y, una vez más, “el poder se siente amenazado”. Y estos, llamados por algunos “comunistas”, quienes han tenido en su gobierno, ocupando importantes cargos, a aquellos que en el pasado fueron sujetos de persecución, cárcel y tortura y, más aún, tiene entre sus más importantes jerarcas al Dr. Jorge Rodríguez, cuyo padre fuese sujeto de tortura y muerte en los sótanos del tristemente afamado Edificio Las Brisas, ocurren al mismo expediente de siempre: aquel que viene signado por la tortura, la desaparición forzada, la persecución y la muerte. Acusados en los mismos términos que un día utilizaron contra ellos, esto es, “Enemigos del Estado”, “Terroristas”, “Desestabilizadores”, “Traidores a la Patria”, estos “comunistas de hoy” proceden con la misma vesania con la que un día lo hiciesen sus equivalentes en la Sagrada, el Servicio Secreto de los Estados Unidos de Venezuela, la Seguridad Nacional, la Digepol, el Sifa, la Disip y ahora, con el nombre de SEBIN y DGCIM, lo hacen bajo el pretexto inveterado de “neutralizar a los enemigos del Estado”. El poder no hace, ni puede hacer concesiones; por el poder se mata o se muere: primero muerto que ignominiosamente cubierto de sangre…

El poder no tiene ideología; no conoce de fronteras físicas ni morales. El poder como el cáncer, no respeta ni edad, ni condición social. El poder no tiene sexo, tampoco es tierno, ni justiciero, ni cabal y muchísimo menos respetuoso. El poder se solaza en sus enemigos y sus sufrimientos y termina eliminándolos por pequeños que sean. Porque el poder viene de lo profundo de las catacumbas morales humanas, tiene a la vez cara de calavera y de demonio feroz.

El poder no perdona y no perdonará jamás y como el mal, termina devorándose así mismo, solo para renacer entre las cenizas como el ave Fénix, en las personas que lo retoman solo por venganza o quizás entre los tonos rosáceos del discurso de la vindicación. Cuídame Señor del agua mansa, porque de aquellas, las turbias y procelosas del poder, me cuidaré yo… si puedo… ¡Va de retro!

 

 

 

 

 

 

 

 

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