La maldición del resentimiento hispanoamericano…

 

No importa que usted sea, utilizando esas etiquetas anacrónicas del pasado, de “izquierdas” o de “derechas”; si es católico, mormón o agnóstico; aymará o quechua; si habita entre los sueños románticos o en el estercolero de la realidad más cruda: nosotros en nuestra América Latina, parece que estamos y estaremos condenados, irremediablemente, al fracaso por desesperación política y social.

Motor esencial de tan deleznable destino: ese maldito, sí, maldito resentimiento social. Suerte de substrato que pareciera hundir su vetusta raíz en la vieja persecución hispana de las razas indígenas, continuada por los imbéciles de las devenidas oligarquías criollas, alternativas en el poder a posteriori, con independencia de las concentraciones de melanina en las curtidas pieles. Una bolsa de oro, un bastón, bicornio emplumado, palio y capa, trocados hoy en charreteras acomodaticias, cuentas bancarias, titulaciones y grados de ocasión, teléfonos móviles y automóviles de alta gama, nos convierten, como por arte de magia, en “elegidos de Dios”.

A los demás en plebeyos de la más baja ralea, insectos que pueden verse por encima del hombro, despectivamente, de vez en cuando y de cuando en vez. Y abajo, sin importar nuestra inutilidad, improductividad y/o prontuario en lugar de currículo, en “víctimas de aquellos victimarios”, permitiendo que existan siempre cultores de la tea, el saco y el puñal, por aquello de la “justa venganza”.

Otro tanto lo constituye la proliferación de otra caterva de imbéciles que se sienten “héroes vengadores”, que terminan conduciendo a la mesnada irracional destructora, para invocar después las “leyes burguesas” a su favor, cuando la fuerza pública reprime la protesta tumultuaria. Y siempre habrá un vengador y su discurso vindicador ¿Por qué? Porque siempre armaremos tinglados oligárquicos cada vez que se nos ofrezca, una vez ganado el poder como presea, no importa el lugar, institución, asociación o grupo, el poblado, la ciudad o la nación. El eterno grupito que, en contubernio con políticos, empresarios y banqueros, colegas, amigotes, compadres, consocios o cómplices, organizaciones criminales o hampones de baja ralea, prestidigitadores del cohecho y la concusión, terminan olvidándose de todo y todos, solo para llenarse las bolsas de riquezas mal habidas, permitiendo que ingentes grupos de “victimados” den pábulo a las eternas “proclamas vindicatorias”.

Y no importa si es seguidor de Friedman y Von Hayek o de Marx y Engels: terminan rodeados de la misma basura moral, comiendo y viviendo de aquella, mientras le mienten a sus pueblos, colegas y allegados, acusando a terceros de sus formidables y rotundos fracasos, convirtiendo en “magníficas epopeyas” sus magros logros y en “menudencias irrelevantes” sus espectacularmente horribles gazapos. Porque lo que no parecen o no quieren entender ni los políticos de oficio, ni militares, ni dirigentes sindicales, ni líderes indígenas, ni profesores universitarios, ni científicos sociales, ni sacerdotes, ni monjas, ni héroes, ni deportistas y menos vividores de todo pelaje, es que, como decía Sir John Acton:  

“EL PODER CORROMPE Y EL PODER ABSOLUTO, CORROMPE ABSOLUTAMENTE”

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