Una dinámica política venezolana: “la conjura por el afán”…Segunda parte: el referente empírico.


En principio, reproduzcamos el concepto de la “conjura por el afán político” desarrollado en la primera parte:

Ligarse con alguien, mediante juramento, para conspirar, a través de la unión de la mayor cantidad posible de personas, contra un sistema político y/o quienes lo dirigen, a los fines hacerle daño y deponerlo, mientras se ruega discursivamente (se pide con instancia), basándose en la creencia casi siempre religiosa, que una nueva fórmula política y/o ideológica, podrá resolver los problemas sociales, económicos y políticos de una nación por vía expedita, lo que implica diligencia particular en las acciones que se emprendan con tal fin, poniendo en ello esfuerzo o empeño grande, nacidos del deseo intenso o de la aspiración, precisamente política y/o ideológica, de que la construcción de una “nueva nación” es posible con premura y exclusivamente por una “nueva vía”.

A los fines de la construcción discursiva de esta segunda parte, descompongamos en conjuntos de actos de habla, el concepto antes expuesto:

1)      “Ligarse con alguien, mediante juramento, para conspirar, a través de la unión de la mayor cantidad posible de personas, contra un sistema político y/o quienes lo dirigen, a los fines hacerle daño y deponerlo…”

2)      …mientras se ruega discursivamente (se pide con instancia), basándose en la creencia casi siempre religiosa, que una nueva fórmula política y/o ideológica, podrá resolver los problemas sociales, económicos y políticos de una nación por vía expedita…

3)      …lo que implica diligencia particular en las acciones que se emprendan con tal fin, poniendo en ello esfuerzo o empeño grande, nacidos del deseo intenso o de la aspiración, precisamente política y/o ideológica, de que la construcción de una “nueva nación” es posible con premura y exclusivamente por una “nueva vía”.

 

El primer párrafo, traduce “la conjura por el afán de cambio”, lo que implica a su vez, la conjura que conduce a “la conspiración como acción directa”. Para no irnos a “preteridades lejanas”, concentrémonos en cuatro períodos de nuestra historia política venezolana contemporánea, a saber, aquel que discurre entre 1936 y 1945; el segundo, que transita el período entre 1945 y 1958; el tercero, que media entre 1958 y 1998; y el cuarto, el actual, esto es, aquel que nace en 1998 y llega hasta hoy en el año del Señor de 2023. Ocurrimos al expediente de esta periodización, porque, además de ser un recurso metodológico válido, en nuestra opinión es posible ver en ellos “los polvos que trajeron estos lodos”, desde nuestra muy particular perspectiva teórica y que responde, en alguna medida, a la pregunta “¿Por qué llegamos a esto?” formulada como inquietud  para estas líneas.

“La conjura por el afán de cambio” es una constante en nuestra historia política nacional. Siempre y en un “siempre” que es posible extender desde nuestros inicios como República (mención estrictamente discursiva, porque de haber sido una República real y sólida, no estuviese este servidor escribiendo estas líneas), han existido (…e insistido) inconformes: inconformes con sus cuotas de poder; inconformes con su figuración y participación en el gobierno; inconformes con el reparto del botín e inconformes con la adopción de determinados conceptos teóricos asumidos en la definición y construcción del sistema político (a decir verdad el grupo menos representativo).

Además de que pudieran existir condiciones objetivas, que reflejaran el agotamiento del sistema político, los inconformes y los políticos teóricos, además de los prácticos del oficio, lógicamente tras el poder, pudieran hacer causa común en el afán por el cambio, en primera instancia. Fue lo que ocurrió entre 1936 y 1945, cuando los políticos de oficio, los inconformes de siempre y los genuinos constructores de un nuevo sistema político, así como sectores intelectuales, empresariales y gremiales, agrupados en lo que podríamos definir como la civilidad democrática conservadora, su contraparte de naturaleza revolucionaria, a saber, la civilidad democrática radical, y los sectores más puros en tanto el impulso que debía adquirir la nación, luego de años de “gamonalaje arbitrario”, hicieron causa común en la adopción definitiva de la democracia como forma de gobierno.

La civilidad democrática radical aspiraba a un cambio, precisamente, “radical e inmediato”; la civilidad democrática conservadora, a un cambio más bien paulatino, en cierta cohabitación con el Sistema Político Militar Positivista (denominación propia para distinguir el sistema político venezolano que discurre entre 1899 y 1945, con sus diversos matices), hasta tanto se hubiesen alcanzado condiciones generales, de naturaleza política, económica y social, para reproducir el tan esperado cambio. Desde 1936 hasta 1945, la civilidad radical, no obstante haber propiciado los gobernantes devenidos del histórico sistema que fenecía, cambios sustantivos en la naturaleza de la realidad política e institucional del país, insistió en sus afanes por el cambio radical, derivando hacia la conjura por aquel y, finalmente, en la sistemática conspiración.

El 19 de octubre de 1945, tras la sobrevenida rebelión militar (de apenas 123 oficiales de los 950 que integraran el entonces Ejército Nacional y la Marina de Guerra, quienes agrupados en la Unión Militar Patriótica y en mayo de aquel año, acordaran con Rómulo Betancourt su nombramiento como presidente de una probable Junta de Gobierno, de resultar victoriosa su rebelión), el general Isaías Medina Angarita habría renunciado a la Primera Magistratura Nacional, dando paso al tan ansiado “cambio”, bautizado como “Revolución de Octubre”. Al ser socia de los militares triunfantes, la civilidad democrática radical aceleró ese cambio, que parece también comportara la venganza y el acomodo de muchos inconformes en el poder político, a satisfacción de sus variadas apetencias.

Una situación equivalente, vimos ocurrir tras el escape de Marcos Pérez Jiménez en 1958, con el advenimiento previo de la Junta Patriótica y el fortalecimiento paulatino del Sistema Político que devino entonces, en el que todos los sectores políticos, económicos y sociales hubiesen convenido se tratase de una forma democrática de gobierno, bajo el capitalismo de Estado como sistema económico y la sociedad de clases como estructura social y de alguna manera plasmado en la Constitución Nacional, que el Congreso de la República, en 1961 y con amplia representación política, hubiese aprobado y sancionado de manera unánime.

La situación hubo de reiterarse, con sus características particulares, en 1998 y tras la aprobación de la Constitución vigente en 1999, por primera vez en la historia política venezolana, aprobada y adoptada definitivamente, mediante amplia consulta popular. En los tres momentos históricos hubo agotamiento real de los sistemas políticos; afanes de cambio en todos sus tractos temporales, protagonizados por inconformes de toda laya, pero también por aquellos que, en justicia, promovieron y fueron actores de la promoción de “cambios necesarios”. Finalmente, hubo conjuras y conspiraciones por esos cambios, en todo momento reclamados e infortunadamente jamás materializados para el común de la población, siendo objetivos.

La “conjura por el afán de cambio” y su respectiva componente de conspiración, en más de una ocasión, dentro de la periodización seleccionada, fue promovida, motorizada y conducida por un líder carismático dominador quien en su exordio (Rómulo Betancourt y Hugo Chávez, por ejemplo), uno más otro menos, “rogó discursivamente, pidiendo con instancia, basándose en una creencia cuasi religiosa, que su nueva fórmula política y/o ideológica, podría resolver los problemas sociales, económicos y políticos de Venezuela por vía expedita” , y en justicia, se debe reconocer que al inicio de sus experimentos políticos (más allá del desarrollo  también político, cultural, económico y social del pueblo venezolano, en sincronía con otros pueblos más cultos del mundo e incluso en relación a los cambios que se pretendiesen imponer) pusieron “…esfuerzo o empeño grande, nacidos del deseo intenso o de la aspiración, precisamente política y/o ideológica, de que la construcción de una “nueva nación” era posible con premura y exclusivamente por una “nueva vía”…”

Entonces si así fue ¿Por qué no salimos airosos construyendo una República sólida con instituciones igualmente sólidas, menos pobreza material y cultural de su pueblo, y más opciones de progreso hacia el porvenir? Porque el solo afán por el cambio, no lo reproduce de manera material y permanente, y porque la abrumadora evidencia empírica disponible en la historia de la humanidad, demuestra que una nación no se construye institucional, económica, política y socialmente, a fuer de afanes, gestos y decretos altisonantes, además, peor aún, de manera inmediata. En nuestra opinión, en los cuatro períodos históricos (especialmente en el último donde ya se ha configurado un verdadero Estado-Mafia), todo el afán por el cambio “se lo tragaron” dos conjuras que han demostrado en la práctica, ser más poderosas que aquella que trata de inducir tal “cambio”: la conjura por el afán de poder y la conjura por el afán de la riqueza fácil.

En todos los períodos históricos citados es posible hallar, desde el inicio, la conjura por el afán de poder. Entre 1936 y 1945, aquella derivada de algunos jefes militares o grupos de tropas, llevadas por suboficiales (caso conspiración del sargento Perdomo Camejo); las apetencias de poder político y militar de una juventud militar, enviada a estudiar al exterior, quien contrastara su situación fuera de Venezuela, con aquella que terminaran encontrando, a su regreso, dentro del país, lo que produjo la espontánea generación de logias militares como la UMP; la manifestación constante, por boca de su líder y luego de su fundación en 1941, de la inequívoca voluntad de poder del partido Acción Democrática, más bien del propio líder fundador: Rómulo Ernesto Betancourt Bello.

Entre 1948 y 1958, la pugna constante entre logias militares, por sentarse “a la diestra del Padre”, personificado en Pérez Jiménez, junto al poder político civil (casos de los grupos liderados por Félix Román Moreno y Laureano Vallenilla Planchart), empresarios, banqueros y comerciantes, todos tras la búsqueda de su tajada de botín, en un país que nadaba en recursos financieros, de ingente cuantía de los que pudiera digerir una economía pequeña y producto del negocio, tremendamente fructuoso por cierto, del tan mentado aceite negro.

Entre 1958 y 1998, la pugna interpartidaria Adeco-Copeyana o sus alianzas por conveniencia (donde a nivel sindical y gremial, con los años, también participaran el PCV y el MAS), el mismo reparto del botín y la prebenda, junto a nuevos sectores protagonizados por nuevos partidos políticos y una creciente burocracia sindical y gremial, todos indispensables para conseguir votos en tiempos electorales, lo que implicaba un reparto de cuotas de poder, mucho más allá de las contiendas. La asociación de los partidos institucionales a una central empresarial (Fedecamaras) cada vez menos representativa en la variedad de sus miembros, pero cada vez más necesaria en la intermediación de poder y sus cuotas, al interior del entramado institucional democrático (especialmente en el negociado de recursos, a través de la banca privada, el Estado y los partidos políticos), cerraba el ciclo del reparto de opciones, prebendas y negocios.

Al tomar protagonismo el sistema político que apellidaremos democrático por su forma de gobierno (lo cual teóricamente es impropio pero útil a estas líneas), las Fuerzas Armadas cesaron en su protagonismo, pero nunca abandonaron su papel de “gendarme arbitral”, bien fuera por propia iniciativa o por “convocatoria extemporánea” de algunos sectores interesados, borrachos aun de asonadas, esto es, de aquello que Luis Castro Leiva, siguiendo a Rómulo Gallegos, definiese como “el afán por el ademán y el gesto tumultuario”. No obstante, el gobierno civil se limitó a prebendar necesaria y suficientemente a sus mandos, para que ese papel no pudiese ser trascendido más allá de la institución armada, que, en su interior, sí vivía y vivió un verdadero hervidero pugnaz, por sus respectivas cuotas de poder, así como el reparto del billete a conveniencia. Esa situación interna y su relación con el sistema de partidos tradicionales, así como el sistema político, detonó de nuevo la conjura por el afán de cambio y, por ende, la conspiración militar y sus correspondientes correlatos en las rebeliones del 4F y el 27N de 1992.

Entre 1998 y 2023, período que vivimos y del que no hace falta mucho esfuerzo descriptivo porque “por sus hechos los hemos conocido”, el afán de la conjura por las cuotas de poder, lo hemos visto a los largo de estos 25 años, potenciados por una cada vez mayor presencia militar en  la conducción del sistema político, pero hoy en innegable dilución, dada la desaparición de su líder carismático dominador fundador, aunado a una pésima conducción de la gestión pública por su actual ungido y, por tanto, la imprescindible necesidad de nuclearse en torno a un Estado-Mafia, creado para su necesaria supervivencia, pero digitado desde el exterior del país por la Nomenklatura castrista cubana, que no podía perder esta oportunidad de oro, muy conveniente además en la ejecución de su plan estratégico de expansión por el continente latinoamericano.

La tercera conjura, terminó “matando” toda posibilidad de cambio, en cada tiempo histórico citado. Sí, ciertamente, se trata de “la conjura por el afán de la riqueza fácil”. Mató al Sistema Político Militar Positivista, en su amplio repertorio de apropiaciones indebidas tanto de lo público como de lo privado, entre 1899 y 1958, aún en el breve interregno 1945-1948, que correspondió al primer intento de ejercicio democrático del poder, como expresión sincera de quienes iniciaron y promovieron ese afán de cambio. De los mismos vicios que Betancourt culpase a los salientes derrocados en 1945 (que produjo además severas sentencias del Tribunal de Responsabilidad Administrativa, emitidas contra quien aquella singular corte estimase, de manera a veces libérrima, incurso en el delito de peculado), hubo de criticarlos en sus propios compañeros de partido, señalándolos como inevitables e ínsitos al gentilicio venezolano en 1946, al cumplirse el primer año de gestión de la Junta y, luego, en 1947, en su discurso de entrega del poder al gobierno electo de Rómulo Gallegos, gobierno que luego, en 1948, siendo derrocado, fuese culpado por los militares de las mismas deleznables prácticas por la que se supuso se había derrocado a Medina.

Fiesta interminable de la fortuna durante el gobierno de la Fuerzas Armadas, entre 1948 y 1958, el Estado se hizo “socio”, a través de  la cúpula gobernante, de importantes sectores de la banca y el comercio, al punto de convertir a Pedro Estrada, temible jefe de la Seguridad Nacional, en “Peter” invitado infaltable en los elegantes condumios del llamado “Jet Set caraqueño”, mientras el billete desde el Estado hacia la banca y los empresarios privados, y desde allí al Estado, replicado en comisiones ingentes, bullía cual procelosa corriente al ritmo del “Uno, dos y tres, que paso más chévere”. La parranda de los millones se acabó, cuando el ingreso petrolero se desplomó y MPJ intuyó su derrape, huyendo, raudo y veloz, por aquello de que “pescuezo no retoña”, dejando “vestida y alborotada” a su oligarquía prebendada, nacida gracias al pujante Nuevo Ideal Nacional.

Clave esencial del balance de poder al inicio del intento democrático, el Estado continuó la política de “sociedades” con empresarios y banqueros, pero tratando de formar con los restos de la vieja oligarquía criolla “menos comprometida con el perezjimenismo” su nueva oligarquía prebendada, a la que hubo de añadir la burocracia sindical y buena parte de su militancia partidista, a través del reparto de negocios, dejando a discreción de los “niveles más bajos” los negocios que se sirviesen hacer y la oportunidad de cuándo, cuánto, cómo y dónde pudiesen cerrarse. Al final, como en los otros períodos históricos, “la cosa pública se hizo impúdica cosa”, convirtiendo a los partidos políticos, sindicatos y organizaciones gremiales de todo tipo, en “cadenas de montaje” para el reparto oportuno de prebendas, así como del negocio propiamente público. Así se debilitó el sistema político que naciera en 1958, convirtiendo al puesto público, una vez más en nuestro período histórico sujeto de análisis, en sinecuras negociadas entre partidos. A la conjura por el afán por el cambio, la mataron la conjura por el afán de poder y la conjura por el afán de la riqueza fácil.

El hoy Estado-Mafia que vio su inicio en la conjura por el afán de cambio, que se manifestase espasmódicamente, en los estertores del sistema democrático, precisamente por esta agonizante situación, en las asonadas del 4F92 y del 27N92, hoy se consume por la conjura del afán por la riqueza fácil, habiendo pasado ya por las otras dos conjuras, pero con el agravante de que, en los períodos históricos previos, los sistemas políticos fueron capaces de crear, más allá del ingreso petrolero, cierta forma de Estado de Bienestar, entre otras razones por la confianza que se puso en el sector privado de la economía y en la formación profesional, técnica y tecnológica de un importante sector de la población en general. Hoy con una creciente incapacidad profesional para el manejo de la cosa pública pero, además, producto de la impericia, la ignorancia y el resentimiento de quienes dirigen el Estado, el efecto de las conjuras ha sido mucho más profundo, reproduciendo una pobreza general, tanto económica como social, equivalente a aquella que conociésemos, en cierta medida, en 1945.

Como puede deducirse, las conjuras por el afán o los afanes por las conjuras, han acompañado todos nuestro períodos históricos desde 1899. Fueron, son y han sido denominadores comunes de nuestra dinámica política e infortunadamente no se han traducido en el beneficio hacia las grandes mayorías y su progreso, aun habiéndolo proclamado en sus discursos en los primeros instantes de la conjura por el afán de cambio, cambio siempre muy por debajo del ofrecimiento y, por cierto, jamás capaz de cumplir con la expectativas generales.

Pudiera tratarse de viejos vicios, que viajan desde el “sueño irrealizable” al inevitable “sálvense quien pueda” que produce “un amargo despertar”. Acaso producto inevitable de este eterno “realismo mágico” al que parece habernos condenado nuestra propia existencia política, esto es, ser parte inequívoca, de una interminable “conjura de los necios”…

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