El líder carismático, su dominación y el poder político.
Decía Max Weber respecto del carisma:
“El carisma puede generar una transformación desde
dentro, que nacida por necesidad o admiración, signifique una transformación
radical de las actitudes básicas y de la orientación de las acciones con una
orientación (sic) totalmente nueva de todas las actitudes respecto a todas las
formas de vida concretas y respecto al “mundo” en general.”[1]
De la turbamulta revolucionaria francesa, resultó Napoleón Bonaparte, primero como general revolucionario vencedor, luego director severo, cónsul implacable y, finalmente, emperador triunfante. Un poco más de una centuria más tarde y en medio de una profunda crisis política alemana, en la débil República de Weimar, apareció Adolf Hitler, al ritmo de cánticos patrióticos, convocando a la imprescindible unidad nacional, entre “manos arias” alzadas a lo romano imperial, banderas al viento, esvásticas, cruces gamadas y teas purificadoras amenazantes.
También lo hizo Antonio Guzmán Blanco, ante el boqueo agonizante e inequívoco, del conservadurismo paecista y su par monaguero; mientras lo propio ocurriría con Cipriano Castro, años más tarde, ante el cadáver agónico del liberalismo amarillo. En traición al compadrazgo, lo hizo Juan Vicente Gómez sobre los restos de un liberalismo restaurador malhadado y malogrado. Más adelante, en las postrimerías de la quinta década del siglo XX, Rómulo Betancourt campeó democrático contra el cuerpo en pena de un sistema militar nacionalista, en trance de muerte. Y estando la democracia de partidos en lo peor de su tiempo, agostada por la crisis y los viejos vicios nacionales, jamás conjurados y nunca evadidos, hizo su aparición en carmesí cabalgadura Hugo Chávez, con su corazón de pueblo...
Todos ofrecieron una nueva fe, una nueva esperanza; desde la salvación eterna, hasta la justa reivindicación de los preteridos; desde la libertad hasta el progreso; desde el orden hasta la paz, personificados en nuevos hombres y nuevos procedimientos; desde el respeto hasta incluso la inmortalidad, eternidad vital que concede una historia viva y vivificada en sus encendidos exordios, suerte (la historia) de tribunal sancionatorio o de ara consagratoria; de alegato o de plegaria; de juez o de parte; de verdugo o confesor. Y todos, en mayor o menor medida, se hicieron del poder político en su tiempo histórico. A grupa del albo corcel retórico de un porvenir mejor, dominaron a sus pueblos y construyeron sus presentes y futuros, algunos de pláceme duradero y otros de amargura y sufrimiento indecibles.
Así, alcanzado el
poder político, los líderes carismáticos ejercen su dominación afianzándose, en
primer lugar, sobre su prestigio.
Dice Gustav Le Bon:
“El prestigio es una especie de fascinación que un
individuo, una obra o una doctrina ejerce sobre el espíritu de los demás. Esta
fascinación paraliza las facultades críticas y colma el alma de asombro y
respeto. La multitud escucha siempre al hombre dotado de una fuerte voluntad,
pues los individuos reunidos en masa pierden toda voluntad y se tornan
instintivamente hacia quien la posee.”[6]
Ahora bien, tras el ejercicio continuado de la dominación carismática sobreviene el líder dominador, una calidad de tal que termina por agostar, gracias a su carisma, todas las vías y todos los caminos, con independencia de adonde o a quienes conduzcan. Eduardo Spranger definió al “líder dominador del tipo político”… “…como aquella persona que, en su forma más pura, pone al servicio de su voluntad de poder todas las esferas de valor de su vida…”[8]
Josep Redorta, citando a Edward Spranger, ofrece los rasgos característicos de ese “líder dominador”…:
a)
Para él lo fundamental es el poder, el mando, el ámbito de dominio.
b) Sigue y tiene siempre un programa de
finalidades, sujetándolo a todos y haciendo uso de todo tipo de medios para
ejecutarlo, sean correctos o incorrectos.
c) Se
considera libre de toda norma pero las impone a los demás, incluso por vía
coactiva.
d) “Sus disposiciones son indiscutibles, inatacables, coacciona para que
sean elogiadas primero por quien ha de cumplirlas después, y todo el grupo está
sujeto a las leyes, solo él se considera libre totalmente, y si las cumple,
será únicamente a objeto del “buen ejemplo”…”[9]
e) Todo
aquello que va en aumento de su poder, es bueno y conveniente; lo que no, es
malo y rechazable.
f) Define
actos y deseos; lo que él desea, debe ser deseo compartido; cómo él actúa deben
actuar todos.
g) “Cae siempre en
el paternalismo rígido y explica al grupo que “los hace sufrir porque los
quiere”…” [10]
h) Opera
según la lógica de “amigos” o “enemigos”. Lo que se percibe como lo
segundo, se rechaza por estorboso.
i) “Cuando su
pasión por el poder es desorbitada, queda lentamente rodeado por un equipo de
trabajo que se desvive por complacerle y adivinar su pensamiento, ya que suele
recompensar estas “atenciones” interpretándolo como “fidelidad personal”…” [11]
j) “Nunca admite
un “segundo al mando” que tenga talla para mandar al grupo en su ausencia. Su
poder se manifiesta en su ausencia.” [12]
k) Resulta
ser un personaje absorbente. Se inmiscuye en todos los asuntos por elementales
que sean. “Quiere decirlo todo y visarlo todo. Nada escapa a su fiscalización.” [13]
l) Cada
individuo en su entorno es percibido como un instrumento para el logro de su
programa.
m) El
peligro del líder dominador estriba en que al rebasar el punto de no retorno en
el ejercicio de su dominación “…ya no puede distinguir entre la adulación
y la justa alabanza, o la objeción y la rebeldía…”[14]
“El profeta genuino, el príncipe guerrero genuino,
cualquier líder genuino realmente anuncian, crean, exigen nuevos mandamientos. Lo hacen en el sentido primigenio del carisma, es decir,
en virtud de una revelación, de un oráculo o de una inspiración, o en virtud de
su voluntad que es reconocida por proceder de quien procede por una comunidad
militar o una comunidad religiosa o la comunidad de un partido político. El
reconocimiento de esa voluntad es un deber.”[18]
De manera que el
líder carismático en el ejercicio de la dominación carismática, una vez hecho del poder político y lograda,
en consecuencia, la obediencia colectiva, además de un prestigio reconocido,
bajo relegitimación sistemática, crea estructuras organizativas que operan bajo
su estricto control y supervisión, las integra con funcionarios de su exclusiva
confianza y las dota de un esquema normativo, cuyos principios fundantes (e
incluso en su estructura funcional) son resultado de su propia inspiración y de
ejecución obligante, debido al origen de su impronta y porque constituyen, de
hecho, expresión material de su voluntad indeclinable.
Sin embargo y como toda existencia anclada en la finitud humana, el líder carismático y su dominación, tienen un término, expedito en unos casos, de largo aliento en otros, pero término al fin. Ese término tiene lugar como dice Weber cuando “…faltan las pruebas del carisma de manera duradera, si el agraciado del carisma se muestra abandonado por su dios o por sus poderes mágicos o heroicos, si se le niega el éxito de manera duradera, y, sobre todo, si su liderazgo no trae ningún beneficio a sus seguidores…”[19]
Toda creación humana es finita, siendo finito y falible lo humano. El líder carismático, su dominación y su obra, viven en el filo de la desaparición, estando sus creaciones basadas más en una "comunidad de espíritu" que de creación real. El templo se cae, cuando cesa lo milagroso de la deidad. Solo termina perviviendo, por la vía de la inquisición, llevada por lo general con extrema violencia y crueldad...
[4] “Los
líderes carismáticos y fuertes están dotados de extraordinarias cualidades congénitas, muy por encima de la generalidad. Por esos atributos se les
identifica
como capaces de
realizar diversas proezas. Sólo el líder carismático tiene la capacidad de superar el conservadurismo que
produce la organización y de soliviantar a las masas
en apoyo
de grandes cosas, tiene una profunda fe
en sí mismo,
producto de un pasado
de luchas victoriosas que lo hacen tener conciencia de sus aptitudes….” Robert
Michels citado por Rosendo Bolívar Meza.
Bolívar Meza, Rosendo; La Teoría de las
élites. Pareto, Mosca y Michels. Revista Itzapalapa , N°52, Año 23,
Enero-Junio 2002. Pág.401.
[6] Redorta…Idem…Pág.
41.
[9] Redorta…Ibíd…Pág.55.
[15] Weber…Ibíd…
Pág.115.
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