El líder carismático, su dominación y el poder político.

 

Decía Max Weber respecto del carisma:

“El carisma puede generar una transformación desde dentro, que nacida por necesidad o admiración, signifique una transformación radical de las actitudes básicas y de la orientación de las acciones con una orientación (sic) totalmente nueva de todas las actitudes respecto a todas las formas de vida concretas y respecto al “mundo” en general.”[1]

 

 El carisma resulta fuerza arrolladora de cambio, convirtiéndose acaso en “…el gran poder revolucionario en épocas tradicionalistas.”[2] Afirma Josep Redorta que el carisma “…puede ser visto como la habilidad de inspirar devoción y entusiasmo en los demás…”[3]

 El carisma define al líder y ese líder define a la realidad (una vez hecho el líder del poder), al despertar la devoción y el entusiasmo tanto de quienes lo siguen como del pueblo en general, virtud de una esperanza y una posibilidad cierta de cambio, mismas que expone con convicción en su discurso[4]. Decía Napoleón Bonaparte “Solo se puede gobernar un pueblo ofreciéndole un porvenir. Un jefe es un vendedor de esperanzas.”[5]

 La evidencia empírica parece sugerir que el líder carismático  pudiese surgir y estaría vinculado, acaso inextricablemente, a una crisis sistémica en lo político. Surgió Oliver Cromwell de una crisis de la monarquía absoluta inglesa del siglo XVII, respecto de su validez y, en contraposición, la validez del parlamento, conflicto además envuelto en una confrontación de fanática fe religiosa. 

De la turbamulta revolucionaria francesa, resultó Napoleón Bonaparte, primero como general revolucionario vencedor, luego director severo, cónsul implacable y, finalmente, emperador triunfante. Un poco más de una centuria más tarde y en medio de una profunda crisis política alemana, en la débil República de Weimar, apareció Adolf Hitler, al ritmo de cánticos patrióticos, convocando a la imprescindible unidad nacional, entre “manos arias” alzadas a lo romano imperial, banderas al viento, esvásticas, cruces gamadas y teas purificadoras amenazantes.

 En el ámbito de nuestra realidad histórica patria, Simón Bolívar insurgió entre cañones humeantes, proclamas patrióticas y sables al vuelo, en medio de una crisis del imperio español en sus estertores primeros; otro tanto ocurrió con José Antonio Páez, cuya consolidación como hombre fuerte del país, discurre, en sus inicios, sobre un agonizante sueño bolivariano de integración continental.

También lo hizo Antonio Guzmán Blanco, ante el boqueo agonizante e inequívoco, del conservadurismo paecista y su par monaguero; mientras lo propio ocurriría con Cipriano Castro, años más tarde, ante el cadáver agónico del liberalismo amarillo. En traición al compadrazgo, lo hizo Juan Vicente Gómez sobre los restos de un liberalismo restaurador malhadado y malogrado. Más adelante, en las postrimerías de la quinta década del siglo XX, Rómulo Betancourt campeó democrático contra el cuerpo en pena de un sistema militar nacionalista, en trance de muerte. Y estando la democracia de partidos en lo peor de su tiempo, agostada por la crisis y los viejos vicios nacionales, jamás conjurados y nunca evadidos, hizo su aparición en carmesí cabalgadura Hugo Chávez, con su corazón de pueblo... 

Todos ofrecieron una nueva fe, una nueva esperanza; desde la salvación eterna, hasta la justa reivindicación de los preteridos; desde la libertad hasta el progreso; desde el orden hasta la paz, personificados en nuevos hombres y nuevos procedimientos; desde el respeto hasta incluso la inmortalidad, eternidad vital que concede una historia viva y vivificada en sus encendidos exordios, suerte (la historia) de tribunal sancionatorio o de ara consagratoria; de alegato o de plegaria; de juez o de parte; de verdugo o confesor. Y todos, en mayor o menor medida, se hicieron del poder político en su tiempo histórico. A grupa del albo corcel retórico de un porvenir mejor, dominaron a sus pueblos y construyeron sus presentes y futuros, algunos de pláceme duradero y otros de amargura y sufrimiento indecibles.

Así, alcanzado el poder político, los líderes carismáticos ejercen su dominación afianzándose, en primer lugar, sobre su prestigio. Dice Gustav Le Bon: 


“El prestigio es una especie de fascinación que un individuo, una obra o una doctrina ejerce sobre el espíritu de los demás. Esta fascinación paraliza las facultades críticas y colma el alma de asombro y respeto. La multitud escucha siempre al hombre dotado de una fuerte voluntad, pues los individuos reunidos en masa pierden toda voluntad y se tornan instintivamente hacia quien la posee.”[6]


 Pero ese prestigio ha de ser reconocido y legitimado para garantizar en el tiempo la dominación carismática. Ese reconocimiento al líder carismático tiene una particularidad  “…es una devoción totalmente personal, nacida del entusiasmo, de la esperanza…”  pero también  “…del desamparo…”[7] En tal sentido, el reconocimiento ha de ser ejercicio permanente y sistemático, mientras dure la dominación carismática y solo cuando se hace como tarea cotidiana, ha  de producirse la legitimación reiterada, esto es, la relegitimación de la dominación carismática es función del reconocimiento  continuo. Solo así el líder carismático puede conservar el poder.

Ahora bien, tras el ejercicio continuado de la dominación carismática sobreviene el líder dominador, una calidad de tal que termina por agostar, gracias a su carisma, todas las vías y todos los caminos, con independencia de adonde o a quienes conduzcan. Eduardo Spranger definió al “líder dominador del tipo político” “…como aquella persona que, en su forma más pura, pone al servicio de su voluntad de poder todas las esferas de valor de su vida…”[8]  

Josep Redorta, citando a Edward Spranger, ofrece los rasgos característicos de ese líder dominador”:

a) Para él lo fundamental es el poder, el mando, el ámbito de dominio.

b)  Sigue y tiene siempre un programa de finalidades, sujetándolo a todos y haciendo uso de todo tipo de medios para ejecutarlo, sean correctos o incorrectos.

c) Se considera libre de toda norma pero las impone a los demás, incluso por vía coactiva.

d) Sus disposiciones son indiscutibles, inatacables, coacciona para que sean elogiadas primero por quien ha de cumplirlas después, y todo el grupo está sujeto a las leyes, solo él se considera libre totalmente, y si las cumple, será únicamente a objeto del “buen ejemplo”…”[9]

e) Todo aquello que va en aumento de su poder, es bueno y conveniente; lo que no, es malo y rechazable.

f) Define actos y deseos; lo que él desea, debe ser deseo compartido; cómo él actúa deben actuar todos.

g) “Cae siempre en el paternalismo rígido y explica al grupo que “los hace sufrir porque los quiere”…” [10]

h) Opera según la lógica de “amigos” o “enemigos”. Lo que se percibe como lo segundo, se rechaza por estorboso.

i) “Cuando su pasión por el poder es desorbitada, queda lentamente rodeado por un equipo de trabajo que se desvive por complacerle y adivinar su pensamiento, ya que suele recompensar estas “atenciones” interpretándolo como “fidelidad personal”…” [11]

j) “Nunca admite un “segundo al mando” que tenga talla para mandar al grupo en su ausencia. Su poder se manifiesta en su ausencia.” [12]

k) Resulta ser un personaje absorbente. Se inmiscuye en todos los asuntos por elementales que sean. “Quiere decirlo todo y visarlo todo. Nada escapa a su fiscalización.” [13]

l) Cada individuo en su entorno es percibido como un instrumento para el logro de su programa.

m) El peligro del líder dominador estriba en que al rebasar el punto de no retorno en el ejercicio de su dominación “…ya no puede distinguir entre la adulación y la justa alabanza, o la objeción y la rebeldía…”[14]

 La dominación supone la existencia de un aparato administrativo de planificación,  ejecución y control que lleva el gobierno del sistema político, bajo la dirección y el liderazgo del guía carismático. Esa organización también obedece a las condiciones definidas por el líder. Así y acerca de la organización carismática, afirma Weber que se trata “…de una comunidad basada en el sentimiento…”[15] y el aparato administrativo no está conformado por funcionarios entrenados o formados para tal fin, se trata más bien de “…hombres de confianza en general…”[16], seleccionados por el líder de acuerdo a condiciones carismáticas que este también vislumbra y, posteriormente, atribuye a ellos. “No hay una estructura “jerárquica” sino intervenciones del líder cuando el aparato administrativo resulta insuficiente para una determinada tarea en un caso concreto o con carácter general y, en ocasiones, cuando es llamado.”[17]

 Bajo la dominación carismática, el líder crea nuevos mandamientos. La “nueva era” exige una nueva concepción normativa. Sobre el particular Weber acota: 

“El profeta genuino, el príncipe guerrero genuino, cualquier líder genuino realmente anuncian, crean, exigen nuevos mandamientos. Lo hacen en el sentido primigenio del carisma, es decir, en virtud de una revelación, de un oráculo o de una inspiración, o en virtud de su voluntad que es reconocida por proceder de quien procede por una comunidad militar o una comunidad religiosa o la comunidad de un partido político. El reconocimiento de esa voluntad es un deber.”[18]


De manera que el líder carismático en el ejercicio de la dominación carismática,  una vez hecho del poder político y lograda, en consecuencia, la obediencia colectiva, además de un prestigio reconocido, bajo relegitimación sistemática, crea estructuras organizativas que operan bajo su estricto control y supervisión, las integra con funcionarios de su exclusiva confianza y las dota de un esquema normativo, cuyos principios fundantes (e incluso en su estructura funcional) son resultado de su propia inspiración y de ejecución obligante, debido al origen de su impronta y porque constituyen, de hecho, expresión material de su voluntad indeclinable.

Sin embargo y como toda existencia anclada en la finitud humana, el líder carismático y su dominación, tienen un término, expedito en unos casos, de largo aliento en otros, pero término al fin. Ese término tiene lugar como dice Weber cuando “…faltan las pruebas del carisma de manera duradera, si el agraciado del carisma se muestra abandonado por su dios o por sus poderes mágicos o heroicos, si se le niega el éxito de manera duradera, y, sobre todo, si su liderazgo no trae ningún beneficio a sus seguidores…”[19] 

Toda creación humana es finita, siendo finito y falible lo humano. El líder carismático, su dominación y su obra, viven en el filo de la desaparición, estando sus creaciones basadas más en una "comunidad de espíritu" que de creación real. El templo se cae, cuando cesa lo milagroso de la deidad. Solo termina perviviendo, por la vía de la inquisición, llevada por lo general con extrema violencia y crueldad...



 

[1] Weber…Ibíd…Pág.120.

 

[2] Weber…Idem...Pág.120.

 

[3] Redorta, Josep; El poder y sus conflictos. ARIEL. Barcelona, 2005. Pág.40.

 

[4] Los líderes carismáticos y fuertes están dotados de extraordinarias cualidades congénitas, muy por encima de la generalidad. Por esos atributos se les identifica como capaces de realizar diversas proezas. Sólo el líder carismático tiene la capacidad de superar el conservadurismo que produce la organización y de soliviantar a las masas en apoyo de grandes cosas, tiene una profunda fe en sí mismo, producto de un pasado de luchas victoriosas que lo hacen tener conciencia de sus aptitudes.” Robert Michels  citado por Rosendo Bolívar Meza. Bolívar Meza, Rosendo; La Teoría de las élites. Pareto, Mosca y Michels. Revista Itzapalapa , N°52, Año 23, Enero-Junio 2002. Pág.401.

 

[5]Redorta…Op.Cit…Pág.40.

 

[6] Redorta…Idem…Pág. 41.

 

[7] Weber…Idem…Pág.114.

 

[8] Redorta… Ibíd…Pág. 40.

 

 

[9] Redorta…Ibíd…Pág.55.

 

[10] Redorta…Ibíd…Pág.55.

 

[11] Redorta…Ibíd…Pág.55.

 

[12] Redorta…Ibíd…Pág.55.

 

[13] Redorta…Ibíd…Pág.55.

 

[14] Redorta…Ibíd…Pág.55.

 

[15] Weber…Ibíd… Pág.115.

 

[16] Weber…Ibíd… Pág.116.

 

[17] Weber…Ibíd… Pág.117.

 

[18] Weber…Ibíd… Pág.117.

 

[19] Weber…Idem…Pág.115.

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