LA ENSEÑANZA DE LA INGENIERÍA EN VENEZUELA.CONTEXTOS, CONFLICTOS Y DILEMAS. (1789-1890)

 1.- Introducción.

La pieza documental presente pretende constituirse en papel de trabajo para una aproximación posterior y mucho más compleja, acerca de la historia de la Escuela Básica de la Facultad de Ingeniería, en la Universidad Central de Venezuela. Trata acerca del primer siglo en la historia de la enseñanza de la Ingeniería Civil en la nación, concretamente entre los años 1789 y 1890, desde su pretensión, mediante el establecimiento de una modesta cátedra de Matemáticas, pasando por sus intentos fallidos, conflictos institucionales e interrupciones dramáticas, unas materiales y otras políticas, hasta su definitiva instalación como escuela en la Universidad Central de Venezuela.

Consta de cinco partes, incluyendo la presente introducción, siendo la segunda relativa al establecimiento de la indispensable línea de tiempo y su justificación, que servirá de esquema metodológico para el abordaje tanto espacio-temporal, como político y socioeconómico, de la enseñanza de la ingeniería civil en Venezuela y en ese período, así como los conflictos, tanto institucionales como socioeconómicos y políticos, que rodearon su ocurrencia.

En la tercera se hace la descripción y análisis del contexto político condicionante, tanto del establecimiento de las cátedras, como de las instituciones intervinientes, al punto de producir, (no pocas veces) por conflictos de competencia o de poder y su interpretación, la desaparición de todo intento creador. La cuarta se refiere a los diversos contextos socioeconómicos surgidos de cada uno de los períodos históricos definidos en nuestra línea de tiempo y cómo aquellos influenciaron no solo las materias de cada pensum de estudios, en cada oportunidad histórica, sino incluso la desaparición de instituciones.

Finalmente, en la quinta parte y a modo de conclusión, se aborda lo que parece ser el “dilema” planteado en ese período de 100 años, que, aún hoy, parece seguir imperando en nuestro pensamiento nacional: el rol del saber científico versus el desarrollo económico del país, esto es, el papel que juega el conocimiento científico especializado (o más bien la minimización de aquel), en nuestro devenir económico como nación independiente o que ha pretendido serlo.

Esperamos finalmente se constituyan, estas breves y modestas líneas, en piedra fundacional de un trabajo mucho más completo y exhaustivo, acerca de la historia de la enseñanza de la ingeniería civil en Venezuela.

 

 

 

 

2.- La línea de tiempo. Aproximación metodológica.

El nacimiento de la Ingeniería Civil como enseñanza en Venezuela, no es simultáneo a la fundación de la Real y Pontificia Universidad de Caracas, devenida del Colegio Seminario Tridentino de Santa Rosa de Lima, con sede en la misma ciudad. Tampoco representa una inquietud ni académica, ni científica, menos política ni social. Surge de las iniciativas individuales de personajes singulares del país colonial,  más de sesenta años posteriores a la creación de la Real y Pontificia Universidad de Caracas. Existen razones de fondo que explicaremos en las próximas secciones, para intentar justificar tan tardío y accidentado comienzo, pero, por ahora y a los fines de cumplir con este aparte, comenzaremos por establecer como inicio de nuestra línea de tiempo, el año del Señor de 1786, distinguiéndose desde allí los siguientes períodos:

Períodos

Años/Hitos

Denominación del período

1786-1804

1786

1798-1804

Período Colonial.

 

1811-1827

1811 al 1826 y  1827

Período de la Independencia.

1831-1849

1831,1835,1844-1848, 1849

Período Republicano Conservador.

1850-1868

1850-1860 y 1862-1868

Período pre y post Guerra Federal e inicio de la autocracia liberal guzmancista.

1870-1890

1872 y 1890

Período de la Autocracia Liberal Guzmancista

Fuente: elaboración propia.

Durante el tracto temporal que definimos como Período Colonial, se dan los primeros intentos, así como importantes iniciativas, en lograr un espacio académico dónde se dictasen cátedras relativas a las “Ciencias”, como solían denominarse entonces, dada la ausencia total de aquellos y en base a los requerimientos de la cotidianidad, en términos de la enseñanza y el ejercicio de la llamadas “artes” como el dibujo, la agrimensura, el levantamiento de planos y mapas, la construcción de puentes y calzadas, etc. Aquellas actividades (así como sus artes y oficios derivados), eran consideradas por el imperio español dentro de las materias de exclusiva competencia militar y, en consecuencia, de responsabilidad absoluta del ejército y la real marina.

Durante el período que llamamos de la Independencia, se fundan simultáneamente la cátedra de ciencias en la Universidad de Caracas y se ordena, por decreto de la Junta Suprema, de fecha 7 de septiembre de 1810, el establecimiento de la Academia Militar de Matemáticas, para dedicarla a la difusión y formación en ciencias. Los avatares de la guerra impiden darle continuidad a este esfuerzo, por lo que habrá de esperar hasta el fin de la contienda, para reiniciar las actividades fundantes en este particular.

Para 1826 se crea, por decreto de su excelencia Libertador Simón Bolívar, la Universidad Central de Venezuela y es con ocasión de esa creación, que se ordena el establecimiento de “una cátedra de ciencias”. El mismo Libertador para el 24 de junio de 1827, deroga por decreto las antiguas constituciones de la Real y Pontificia Universidad de Caracas,  estableciendo en el artículo 74 de los nuevos estatutos “…que en el curso de Filosofía se enseñara como materia complementaria la matemática. El 1º de septiembre del mismo año el maestro José Rafael Acevedo, a solicitud del doctor Vargas, dictó la primera cátedra de Matemáticas, la cual le fue conferida en propiedad en la Junta General del Claustro el 8 de octubre.”[1]

Como indica el doctor Ildefonso Leal, en la cátedra de Matemática que se crease en la Universidad, como parte integrante de aquella de Filosofía, respecto de las cátedras que le resultasen específicamente atinentes, resultaba entonces que aquellas “…eran poco avanzadas, pues únicamente existían las clases de aritmética, álgebra, topografía y geometría práctica.”[2]

Es por la razón antes expuesta que nuestra línea de tiempo continúa en 1831, año en que, por Decreto Ejecutivo de fecha 26 de octubre, se crea (una vez más desde 1811) la Academia Militar de Matemáticas, por iniciativa y bajo la dirección del coronel Juan Manuel Cagigal, dónde se dictarán, a partir de entonces, las cátedras superiores correspondientes a la formación de ingenieros militares. Inicia entonces el que definimos como Período Republicano Conservador, espacio temporal en el que discurre la existencia de aquella institución, paralelamente con la cátedra de Matemáticas de la Universidad de Caracas, pero siendo solo la segunda, la instancia académica facultada para conferir títulos de ingenieros militares o de oficiales artilleros.

Importante referir que la institución recibía tanto alumnos con intención de prepararse en un arte o carrera para el ejercicio civil, como aquellos con intención estrictamente militar, existiendo entonces desde un principio, las categorías de “alumnos militares” y “alumnos civiles”, los primeros encuadrados en una unidad militar y bajo el mando de un oficial del ejército. Sin embargo, una vez graduado, el ingeniero podía escoger ser plaza de una unidad militar o dedicarse al libre ejercicio de su carrera. Esta prerrogativa feneció a partir de 1856, cuando todo ingeniero egresado de la Academia, se le consideró militar por obligación.

Seis promociones egresan de la Academia entre 1831 y 1849, correspondiendo su dirección a  diversos connotados egresados, llegando a sugerir uno de los primeros, director interino para 1846, Juan José Aguerrevere, se concediese a los alumnos civiles y luego de finalizado el segundo bienio de formación (de los tres que contemplaba el curso), el título de Ingeniero Civil, iniciativa que nunca llegará a materializarse.

A partir de 1850, los avatares previos a la Guerra Federal y luego su ocurrencia, junto al desastre administrativo y político que significó para Venezuela la incuria del Monagato, condujeron a la Academia a un período de franca decadencia. Finalizada la Guerra Larga y asumido el poder por las huestes federales, para más tarde, luego de los encontronazos entre las facciones conservadoras moribundas pero aun boqueando y el liberalismo amarillo vencedor, este último termina por consolidarse en el poder, tras la derrota de toda resistencia conservadora. Para 1872 la autocracia liberal, constituida esencialmente por la omnímoda personalidad del general Antonio Guzmán Blanco, decreta la desaparición de la Academia y la absorción de su pensum por parte de la Universidad Central de Venezuela, mediante decreto emitido el 19 de noviembre de aquel año.

Para 1890 ya se han constituido el Observatorio Astronómico y el Colegio de Ingenieros (ambas instituciones proyectadas desde el bienio 1862-1864), estando en actividad plena para aquel año y en el que finaliza la línea de tiempo de este papel de trabajo, siendo identificado como Período de la Autocracia Liberal Guzmancista. Resulta importante hacer notar que el Colegio de Ingenieros no nace como una institución de carácter gremial, condición como se le conoce hoy día, sino como un organismo consultivo, dependiente del Ministerio de Fomento, para el aval técnico de las obras que estuviese ejecutando la nación a través de las entidades públicas e incluso las grandes obras en ejecución por parte del sector privado. El Colegio de Ingenieros debía sustituir al fenecido Cuerpo Nacional de Ingenieros, organismo que tuviese esa función desde que lo ideara Juan Manuel Cagigal.

 

3.- Contexto político condicionante.

3.1.- El Período Colonial. (1786-1804)

El Imperio Español (así con mayúsculas iniciales) nace bajo la égida de la fe católica. Habiendo sido reconquistada España por los reyes católicos Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, el triunfo sobre los moros ocupantes de la península Ibérica, por cerca de un milenio, los transforma en los vencedores inequívocos de lo que pudiese haberse percibido como “la gran cruzada española”. Y esa condición de “cruzados vencedores”, los ata inextricablemente a la defensa y propagación de la fe católica en todo su reino. Años más tarde, Felipe II, el gran monarca imperial, expande y consolida la extensión del reino hacia amplias posesiones en ultramar, convirtiéndose en el emperador de una vasta parte del orbe conocido, en la que, según gentes de ese tiempo: jamás lograba ocultarse el sol.

Felipe, además, fanático de la fe católica, vivía obsesionado con ese legado y, de hecho, había obligado a todo el funcionariado de su entorno a usar vestiduras de color negro, llevar una vida casi ascética y dedicar el tiempo de ocio, si lo hubiese, al recogimiento y la oración. Esa actitud convirtió a la Iglesia Católica en el gran poder tras el trono, estando esta última en constante disputa con el Poder Político seglar y civil, y, en buena medida, con el Poder Militar. La Cruz de Cristo, La Toga civil y la Cruz de la Espada, fueron entonces los símbolos de los tres poderes en pugna en la España de todos los siglos por venir, hasta que hiciera su gran eclosión final, durante la Guerra Civil española, en el año del Señor de 1936.

En lo tocante a estas líneas, podemos decir que esas controversias entre poderes y luego de la llamada Conquista, se trasplantaron intactas al mundo hispanoamericano colonial, siendo conjurados, administrativamente al menos, por la decisión de los monarcas ulteriores de concentrar el Poder Civil y el Poder Militar en las cabezas de Virreyes, Capitanes Generales y Gobernadores provinciales, pero conservando los obispos y otros prelados de la Iglesia, su subordinación local a las autoridades religiosas correspondientes y, en instancias superiores, únicamente al Rey y al Papa. De este modo, en los virreinatos, capitanías y gobernaciones provinciales, crecieron paralelamente las estructuras del gobierno eclesiástico y aquellas correspondientes al gobierno civil. Las relativas al poder militar eran réplicas de las existentes en la España metropolitana y salvo situación de peligro que impusiese su preminencia, se mantenían dentro de sus propios fueros, interviniendo poco en los conflictos entre poder eclesiástico y  el poder civil.

Ese espacio de conflictos entre la Iglesia y el poder civil, se aposentó en nuestras tierras, inicialmente circunscritas a la Gobernación de Venezuela, luego a la Capitanía General de Venezuela, dependientes en ambas ocasiones, como gobierno civil y militar, del Virreinato de la Nueva Granada. La educación y la instrucción estaban prácticamente en manos de la Iglesia, por cuanto que la “misión esencial del Reino de España y por voluntad divina” era, sin la más mínima sombra de duda: la propagación de la fe católica.

Así, en las cabezas capitalinas de gobernaciones, capitanías y virreinatos más importantes del reino español, en estas tierras americanas, se aposentaron Colegios Seminarios para la formación de sacerdotes, licenciados y doctores para la regencia y administración de los curatos, parroquias y diócesis como estructuras del gobierno eclesiástico. Respecto del punto anterior, hace saber el Dr. Ildefonso Leal, en el texto varias veces citado previamente:

Los monarcas españoles, acatando los decretos del Concilio Tridentino, se interesaron vivamente porque en todos sus dominios los obispos instituyeran colegios que sirvieran a la diócesis de seminario para la formación de sus propios sacerdotes. En América la tarea era difícil pues la iglesias no eran muy ricas, los habitantes escasos y no había ninguna tradición vocacional. No obstante, desde el siglo XVI empezaron a nacer uno tras otro los Seminarios Tridentinos: en 1582 se fundó el de San Luis de Francia, de Santa Fe de Bogotá; en 1584, el de Santiago de Chile; en 1591, el de Lima; el de San Luis, de Quito, en 1594; y los de Santiago del Estero y Córdoba, de Tucumán, en 1609 y 1613 respectivamente.”[3]

 El 22 de junio de 1592, su majestad el rey Don Felipe II, emitió en Tordesillas real cédula ordenando al Obispo de Venezuela la fundación del correspondiente Seminario Tridentino, con la exigencia de que se diera ingreso como alumnos y con preeminencia, a los hijos y demás descendientes de “…los primeros descubridores y pacificadores y pobladores de las Indias.”[4] Y es aquí como encontramos la primera mención a la imposibilidad de lograr el cometido, virtud del conflicto Iglesia-Gobierno; al respecto acota el Dr. Leal:

“Largos años trascurrieron sin cumplirse este mandato debido, principalmente, a la falta de recursos pecuniarios, el escaso clero, la exigua población y la ruidosa competencia entre obispos y gobernadores”[5]

En 1648 sigue sin lograrse la fundación del seminario. El Deán de Caracas, doctor Bartolomé Escoto, se presenta personalmente en la Corte, exponiendo las necesidades imperiosas del obispado, entre otras, la urgencia de recursos para la reconstrucción del Seminario. A pesar de haber exigido el gobierno de su majestad informes sobre el particular, ni el Gobernador y menos los Oficiales Reales, se dignan responder. Sobre este particular acota Leal:

“Quizás las acaloradas controversias entre el Obispo Tovar y el Gobernador Rui Fernández de Fuenmayor impidieron encarar con mayor seriedad la fundación del Seminario.”[6]

No es sino hasta el 29 de mayo de 1696, que por la labor incesante en pro de ese logro, que desplegase el obispo peruano Diego de Baños y Sotomayor, doctor en Teología por la Universidad de Santa Fe de Bogotá, Capellán de Honor de Carlos II, designado Obispo de Caracas hasta su muerte en 1706, que se logra tanto la construcción como las constituciones del Real y Seminario Colegio de Nuestra Señora de Santa Rosa de Lima de Santiago de León de Caracas.

Ciento cuatro años median desde la emisión de la real cédula de Tordesillas y la definitiva erección del Seminario Tridentino de Caracas, por lo que se puede notar, en virtud de las carencias materiales, el olvido intencionado, la negligencia oficial pero, por sobre todo, los conflictos entre gobierno civil y obispado. Veremos reproducirse una y otra vez, con distintas variantes, estas circunstancias en nuestro devenir académico venezolano.

Hubo de transcurrir un período de veinticinco años para que el Real Colegio y Seminario Tridentino de Santa Rosa fuese convertido en Universidad, en virtud de las reiteradas solicitudes de los diversos rectores de aquel. Tales rogatorias se basaban esencialmente en dos razones:

“…la primera, que la ilustración no se convirtiera en monopolio de los adinerados sino de los inteligentes, ya que ocurría que los estudiantes pobres no podían desplazarse a las Universidades de México, pues el viaje costaba trescientos doblones; ni a Santa Fe, porque distaba trescientas leguas que atravesar “caminos ásperos y fragosos”, páramos y ríos caudalosos; y menos a Santo Domingo por el peligro de huracanes y piratas. La segunda, formar un selecto clero colonial que luciera como carta de méritos los grados académicos para así desempeñar mejor las canonjías y oficios eclesiásticos.”[7]

Vemos entonces que la Real y Pontificia Universidad de Caracas, que, legalmente, nace por Real Cédula, emitida en Lerma, el 22 de diciembre de 1721, pero que formalmente se instituye como tal el 11 de agosto de 1725, luego de atravesar por cuatro años de gestiones (en los que están involucrados tanto el monarca español como el Papa Inocencio XIII, el pago de dos mil reales de plata, un error de emisión de documentos papales, que implican una reelaboración documental y otras gestiones consulares), nace con el propósito explícito de “formar un selecto clero colonial para desempeñar mejor las canonjías y oficios eclesiásticos” de allí la inequívoca vocación humanística y religiosa de la enseñanza, en esta fase colonial de nuestra prima casa venezolana de estudios superiores.

Es por las razones antes expuestas que se nota la ausencia de cátedras de las llamadas “Ciencias” hasta que hace su aparición en Europa, en la medianía del siglo XVIII, la Ilustración, esto es, la edad de la razón. Y es con ocasión de esta transformación en el pensamiento universal, que se inicia a lo interno de la Universidad, un movimiento para impulsar la enseñanza de las ciencias “…como instrumento para la mejora moral y material del hombre, tan propia del pensamiento enciclopédico europeo…”[8] y, en consecuencia, no tardarán en aparecer diversos conflictos que, eventualmente, impedirán o frustraran el establecimiento de tal enseñanza.

Hay dos iniciativas distintivas en esa dirección, la primera expresada en la Real Orden de Carlos III, expedida desde San Ildefonso, el 5 de septiembre de 1786, indicando la estructuración del Magisterio y las Cátedras en la Real y Pontificia Universidad de Caracas, dónde adicionalmente ordena, explícitamente, la creación de una cátedra de Física Experimental. Poco dura este intento: en Aranjuez, el 13 de mayo de 1.888, deja sin efecto esa orden. Apenas un año más tarde, el profesor Carlos Millon, residenciado en Guárico, solicita al Gobernador Provincial Juan Guillelmi “…licencia para trasladarse a Caracas a fundar en la Universidad una cátedra de Física Experimental…”[9] El Gobernador somete a consideración del Consejo de Indias la solicitud, por tratarse Millon de un extranjero. Ni Universidad y menos el Consejo responden.

El mismo año que queda en suspenso una respuesta para Millon, el padre Baltasar de los Reyes Marrero, catedrático de Filosofía en la Real y Pontificia, decide dar a sus alumnos nociones de álgebra, aritmética, geometría y física, para la mejor comprensión de la realidad y aún “…de la sagrada Teología.” No tarda en aparecer el conflicto, esta vez entre un grupo de profesores y el padre Marrero. Acusan con vehemencia al sacerdote profesor, porque trata de introducir una suerte de complejidad cognitiva que los alumnos, por su temprana edad, no están en capacidad de comprender. Cae en inocuidad la actitud de los atacantes: Marrero persiste y el Rector doctor Juan Agustín de la Torre lo apoya. Es más, despliega el Rector “grandes esfuerzos” para la fundación de una cátedra de Matemáticas.

El Doctor De la Torre es un entusiasta de las Ciencias. El 25 de abril de 1790 publica su “Discurso Económico. Amor a las letras en relación con la Agricultura y Comercio” para promocionar su cátedra de Matemáticas y en él desliza:

“Ciencias: son estas, que adonde quiera que volvamos los ojos encontraremos motivos de verdades reconocimiento. A ellas deben las artes su inventiva y estado de perfección; la Agricultura sin ellas no podría tener efecto en la mayor parte de los laboratorios; el comercio particularmente marítimo, se haría del todo impracticable…y estaríamos sujetos a navegar en unos troncos movidos a fuerza de brazos; ignorarían los unos hombres la existencia de otros, estaríamos privados de la recíproca comunicación y careceríamos en este continente de los auxilios que nos participan los hermanos radicados en otros hemisferios…”[10]

Sometido el discurso del Rector, a consideración del Real Consulado y de las personalidades principales de Caracas, cada uno a su tiempo, el clamor del doctor De la Torre cayó en oídos sordos. Siete años más tarde, en 1797, otro Rector, el doctor José Antonio Felipe Borges, plantea la misma posibilidad de fundar una cátedra de Matemáticas, el sueldo del profesor y una asignación para la compra de libros sobre la materia. Acerca de tal iniciativa, se pronuncia el Síndico Procurador del Consulado Real, Martín de Herrera, quien en un largo documento de seis ordinales, se manifiesta a favor del establecimiento de la referida cátedra y añade que “El mismo establecimiento de la cátedra irá facilitando los medios que necesita para llegar al grado de perfección que han de menester unos estudios tan precisos a la humana felicidad…”[11]

Considerando el Consulado la propuesta del Rector de la Universidad, se presenta simultáneamente la solicitud de Fray Francisco de Andújar, capuchino aragonés, quien desde 1797, habría regentado una cátedra integral de Matemáticas, pero esta vez en el Seminario de Santa Rosa, que no la Universidad y a tal efecto requiere fondos para su definitiva erección.  El Consulado tiene interés en la erección de una cátedra, más aún de una Academia especializada. Ni considera la solicitud de Andújar, ni toma en consideración la solicitud del Rector de la Universidad y el 6 de junio de 1799, Cabildo y Consulado de consuno, acuerdan la creación de la cátedra sin esperar ninguna iniciativa de la Universidad, pues presumen que esta se excusará alegando “la falta de fondos y arbitrios.” Y desde aquí se inicia un pleito entre Cabildo, Consulado y Universidad que se prolongará hasta 1804, dónde todas las partes desestiman el proyecto por un conflicto de competencias, interviniendo finalmente el Rey prohibiendo la creación tanto de la Academia como de cualquier otra institución catedrática.

No obstante, veamos que nos aporta el Dr. Leal respecto de “otras iniciativas” sobre la enseñanza de las ciencias, más allá de 1804. Dice Leal:

“Malogrado el intento de la Cátedra y de la Academia por las rivalidades entre el Consulado y la Universidad, la idea de divulgar los conocimientos matemáticos pervivió en el ambiente. Ya entrado el siglo XIX, el ingeniero Juan Pires funda en Cumaná una escuela, a la que asistió, siendo apenas un niño, Antonio José de Sucre. Más tarde, en 1808, el coronel de ingenieros Tomás Mitre establece en Caracas una escuela de Matemáticas, donde él mismo enseñaba rudimentos de aritmética, álgebra, geometría, topografía y construcciones civiles, dibujo lineal y topográfico.”[12]

Así las cosas, sin lograr al fin una cátedra de Matemáticas, por los conflictos entre las diversas instancias del gobierno colonial, la universidad y, en alguna medida, la Iglesia, abandonamos el siglo XVIII colonial venezolano para adentrarnos en los prolegómenos de una nueva era, la edad de la República, en nuestro esquema: el Período de la Independencia.

3.2.- El Período de la Independencia. (1811-1827)

Devenidos los sucesos Del 19 de abril de 1810 y aquellos correspondientes a la creación de la Junta Suprema de Caracas, apenas a un mes de la Declaratoria de Independencia por parte del Congreso de las Provincias Unidas, el 5 de abril de 1811 la Junta Suprema de Caracas publicó un aviso en la Gaceta de Caracas “…donde se participaba al público que el Gobierno había autorizado a don José de Benis para erigir la Academia de Matemáticas…”[13]. Previamente, el 7 de septiembre de 1810, la Junta Suprema habría ordenado la creación de la Academia Militar de Matemáticas, “…dónde se admitirían gratuitamente con preferencia a los militares desde la edad de doce años hasta la de treinta dos años.”[14]

No registra el texto consultado, si aquella institución creada por orden de la Junta Suprema, hubiese funcionado antes de aquella fundada por don José de Benis o la del referido profesor fuese continuidad de aquella ordenada por la Junta. En todo caso, ambos hitos representan la manifestación definitiva de la voluntad de crear y promocionar, desde el Gobierno, una cátedra de Ciencias, a través de una institución formal. La Real y Pontificia Universidad de Caracas no hace movimientos sobre el particular, manteniendo el otorgamiento de títulos de Bachilleres, Licenciados, Maestros y Doctores, referidos con exclusividad a los campos de la Teología, Filosofía, Derecho, Cánones y Medicina, por un total, hasta 1810, de 2.270.

Pocos fruto dieron ambas iniciativas. Para 1812 ya se habrían iniciado las hostilidades de la guerra de independencia, inicialmente con los combates en Coro, en virtud de la oposición de aquella provincia a la emancipación del imperio español. Y, más tarde, con la invasión protagonizada por el capitán de navío Don Domingo de Monteverde, que levara tropas realistas voluntarias a lo largo de su recorrido, hasta finalmente tomar la ciudad de Caracas, con la consecuente caída de la Primera República. Tras la Campaña Admirable, en el año de 1813, Bolívar volvería a fundar por segunda vez la República, solo para verla caer apenas un año después, tras la aparición de José Tomás Boves y su gleba vengadora. La guerra, cruenta y destructiva, se prolonga inmisericorde hasta 1821, año en que las tropas libertadoras derrotan definitivamente al imperio español. A partir de 1826, se comienza a estructurar una nueva nación y con ella, de acuerdo a nuestra periodización, un nuevo hito en nuestro Período de la Independencia: 1826.

1826 es el año en que desaparece la Real y Pontificia Universidad de Caracas, para convertirse, por decreto de su Excelencia el Libertador Simón Bolívar, en la Universidad Central de Venezuela. Un  año más tarde, el 24 de junio de 1827, se derogan, también por decreto del Libertador, las antiguas constituciones de la Real y Pontificia, y se dispone, en el artículo 74 de aquellas, que en el curso de Filosofía que se dictase allí, debían enseñarse las Matemáticas como materias complementarias. Igualmente se designa al profesor José Rafael Acevedo como propietario de aquella cátedra, por resolución del Claustro, de fecha 8 de octubre de 1827.

Como epílogo de este período y en aras de la creación de cátedras científicas en Venezuela, vemos entonces la fructificación de tres iniciativas: los dos intentos fundantes de la Academia de Matemáticas y la definitiva creación de una cátedra de la misma ciencia, pero en la recién fundada Universidad Central de Venezuela, aunque parte de la cátedra de Filosofía, pero con un profesor designado, habiéndose dictado su primera clase el 1º de septiembre de 1827. Avancemos entonces hacia el próximo período: el Período de la República de Venezuela.

3.3.- Del Período Republicano Conservador a la Autocracia Guzmancista. (1831-1890)

El hito de inicio de este período corresponde al año de 1831, pero, previamente desde 1830, se vienen intentando iniciativas varias como la del general Santiago Mariño, a la sazón Ministro de Guerra y Marina, al solicitar al Congreso la creación de una Escuela Militar de Matemáticas, pero de estricto ámbito castrense y para la formación de oficiales. El Congreso, a solicitud del ministro, nombra una comisión para su estudio, en las personas de los doctores José Vargas y José Grau, así como el general Carlos Soublette.

La comisión resuelve que la creación de una nueva institución carece de sentido, dada las circunstancias económicas del país y teniendo la Universidad una cátedra sobre el particular que había, al fin de la guerra, graduado más de 25 artesanos y que mediante ampliación y especialización técnica, bien podría servir al propósito de formación al que se refiriese el general Mariño. El tema se hace motivo de discusión permanente, en una especie de discreto “tira y encoje” entre militares y civiles.

En 1831, el  Presidente de la República de Venezuela, señor general José Antonio Páez Herrera, pone fin a la presunta contienda y con fecha 28 de octubre de ese mismo año, decreta la creación de la Academia Militar de Matemáticas, bajo la dirección del coronel Juan Manuel Cagigal, instituto para la formación de artesanos, técnicos e ingenieros, tanto civiles como militares, iniciando formalmente sus actividades el 4 de noviembre de 1831. La nueva institución quedará dependiendo directamente del Ministerio de Guerra y Marina, no obstante haber insistido el Dr. Vargas se adscribiese a la Universidad. Acaso sea esta última circunstancia, una muestra primigenia de la larga contienda venezolana en torno a lo civil versus lo militar, posiblemente un recóndito resabio de aquella diatriba colonial entre Iglesia y Gobierno Civil.

La prosecución de los estudios en aquella institución se estructura en bienios y habiendo iniciado sus actividades formales el 4 de noviembre, para el 14 del mismo mes cuenta con la mitad de alumnos militares y la otra mitad constituida por civiles. Los alumnos oficiales militares y con cierta preparación matemática (incluso aquellos con origen en la Universidad y que se hubiesen cambiado para la Academia), eran preparados con mayor intensidad y según su rendimiento, concluido su primer bienio, podrían llegar a convertirse (sobre todo los militares) en instructores de los nuevos alumnos.

Desde un principio, el coronel Cagigal se queja de las deficiencias tanto de material como del indispensable presupuesto, ambos escasos para la formación de nivel que se aspira alcanzar en la institución. Una comparación con institutos equivalentes en Francia, demuestra que mientras en Venezuela se destinan 45 pesos por alumno para su formación, en Francia se destinan 285 pesos, siendo el presupuesto de la Academia de Matemáticas de 1.500 pesos anuales, mientras que en Francia monta 85.605 pesos. La comparación la hace el coronel Cagigal con aquella nación europea, en virtud de haber cursado estudios profesionales tanto allí como en España, con resultados personales sobresalientes.

De otro aspecto del que se queja Cagigal, es de la exigüidad de recursos financieros de los alumnos, lo que induce la deserción, sobre todo de los civiles y, por otra parte, de la muy escasa preparación del alumnado en general, manifestando que esta debilidad también promueve la deserción o, en el peor de los casos, la repetición de los años cursados. No obstante, en 1837, la Academia logra graduar su primera promoción de Tenientes Ingenieros, integrada por cuatro alumnos que bien podrían reputarse como los primeros ingenieros formados y graduados en el país, en la historia republicana de Venezuela: Olegario Meneses, Egidio Troconis, Juan José Aguerrevere y Manuel María Urbaneja. Todos terminarán siendo directores de la Academia y se dedicarán al ejercicio de su profesión de ingenieros en la Venezuela del devenir.

En 1838, Cagigal introduce en el pensum de la institución una cátedra de diseño y construcción de puentes colgantes, ideales para la topografía nacional, pero sus esfuerzos son vanos porque no existe dónde ni cómo, así como los recursos, para que los alumnos puedan practicar las destrezas aprendidas. Insiste el coronel director que la formación obtenida por el alumnado, debe ser utilizada en beneficio público, porque, de ese modo, se obtiene el justo rendimiento práctico por los conocimientos aprendidos y, al propio tiempo, ayuda en la educación cívica del participante. Nadie parece escuchar este clamor.

En 1838 se obtiene una más nutrida promoción, integrada por nueve alumnos, entre los cuales se destaca el ingeniero Nicomedes Zuloaga, quien, él mismo y su descendencia, tendrán singular figuración en el ejercicio técnico de la profesión en Venezuela, así como en el emprendimiento de futuras grandes obras civiles.

Cuando corre 1841, el coronel Cagigal muestra graves síntomas de neurosis, aparentemente derivados de una afección craneoencefálica, por lo que es separado de la dirección de la Academia y se le designa representante de Venezuela en la legación diplomática en Londres. En su tránsito hacia la capital británica, tiene la oportunidad de asistir a la Academia Militar de West Point, instituto académico de formación de los oficiales del ejército estadounidense, notando, gratamente, según explica en misiva que remite al general Soublette, que el nivel de matemáticas de aquella prestigiosa casa de estudios, luce inferior al exigido en la propia de Caracas. Cagigal se retira del quehacer académico y es sustituido en la dirección por el más aventajado estudiante de la primera promoción: el teniente Olegario Meneses.

Para 1843 la Academia gradúa la tercera promoción, contentiva esta de nueve alumnos, destacándose allí el cursante Luciano Urdaneta, uno de los primeros alumnos que habiendo ingresado a la Academia a la corta edad de 13 años, egresa de allí a los 19, para continuar su formación profesional en la Escuela de Puentes y Calzadas de París, con una brillante figuración.

Meneses, como director, sugiere al Ministerio de Guerra y Marina, la incorporación al pensum de las cátedras de Física y Química experimentales, así como la separación entre lo civil y lo militar, considerando el otorgamiento de despachos de ingenieros a quienes no fueran militares. Su propuesta es aún más amplia, a quienes hayan culminado el primer bienio, se les conceda el título de Agrimensores Públicos; a los que hayan culminado el segundo, el de Ingenieros Delineadores; y, al final, los despachos de Ingenieros a los civiles y de Tenientes de Ingenieros a los militares. Las sugerencias de Olegario caen en saco roto. Permanece en la dirección del instituto hasta 1845, año en el cual es sustituido en la dirección por el coronel Agustín Codazzi.

Bajo la dirección del coronel Codazzi egresa de la Academia la cuarta promoción, esta vez de cinco alumnos, entre los cuales figura Carlos Soublette (hijo) quien egresa como Teniente de Ingenieros. Codazzi propone la contratación del profesor Giuseppe Éboli para que asuma las cátedras de Física y Química experimentales, asignaturas propuestas desde la gestión de Olegario Meneses. El Ministerio de Guerra deniega la sugerencia de Codazzi por ser el profesor Éboli extranjero y civil. Codazzi no permanece en la dirección de la Academia más de un año, siendo sustituido, en 1846 y en calidad de interino, por otro integrante de la primera promoción: Juan José Aguerrevere.

Aguerrevere recibe la más numerosa promoción desde la fundación de la Academia en 1831. Se trata de la quinta promoción, contentiva de doce alumnos, entre los que se destacan Guillermo Smith (uno de los protagonistas singulares, siete años más tarde, de los afamados sucesos del 24 de enero de 1848, siendo José Tadeo Monagas, Presidente de la República) y Evaristo, otro hijo del general Carlos Soublette. Aguerrevere vuelve a sugerir, en la misma tónica de Meneses, se otorgue el título de Ingeniero Civil a los alumnos civiles. Tampoco es escuchado.

Para 1848 la Academia entra en crisis. Sin presupuesto, con pérdida de instrumentos y materiales, se produce además la Insurrección de Oriente y, con ella, una masiva deserción militar, no obstante permanecer en aula una cantidad significativa de civiles. A pesar de la crisis, para 1849, la Academia gradúa su más escuálida promoción hasta ese año: dos alumnos. La crisis presupuestaria se extiende hasta 1850; no obstante, el Ministerio de Guerra y Marina, acomete una restructuración de la institución, aceptando las sugerencias de Meneses y Aguerrevere en tanto la concesión del título de Ingeniero Civil a los alumnos civiles, una vez concluidos sus estudios. Sin embargo, para 1852, todavía no se agotan los extremos para hacer realidad esta sugerencia. El conflicto subyacente entre lo civil y lo militar, impide logros importantes en este particular.

En 1853 asume las riendas de la Academia Militar de Matemáticas, el ingeniero Juan Muñoz Tébar y ese mismo año, procede a conducir la graduación de la octava promoción del instituto, contentiva de la modesta cantidad de tres alumnos. Al año siguiente, en 1854, el ingeniero Muñoz logra se materialice, a nivel presidencial, un decreto integral de funcionamiento de la Academia, además en detalle, desde la cantidad de alumnos, tanto civiles como militares, hasta las pensiones de los profesores, la estructura organizativa y los uniformes de los alumnos militares. No obstante, no habiendo tenido nunca una sede específica para su funcionamiento, los cursos de la Academia se dictan en dos aulas, cedidas provisionalmente por el Rectorado de la Universidad Central. El ingeniero Muñoz abandona la dirección del instituto en 1855, siendo sustituido por Felipe Esteves, miembro de la tercera promoción.

Corre el año 1855 y vientos huracanados se otean en el horizonte político nacional. Para ese año se gradúa la novena promoción, integrada por cinco alumnos, entre los cuales se encuentra Olegario Meneses, hijo mayor de quien fuera director de la Academia e integrante más aventajado de la primera promoción. Para cuando amanece 1856, el Ministerio de Guerra y Marina establece que todo egresado de la Academia es, por naturaleza, Ingeniero Militar, no teniendo otro destino que no sea el ejército.

Entre 1857 y 1859, no obstante el decreto que lograse el ingeniero Muñoz Tébar, la Academia entra en una crisis cuasi terminal. Sin presupuesto, sin profesores, con un director que no asiste, ni siquiera a una clase y, además, sin informes de rendimiento. La poca actividad que registra la Academia se considera de poca o casi ninguna credibilidad, tanto así que cada vez que alguno de los pocos alumnos existentes, rinde algún examen, los resultados se consideran ausentes  de confiabilidad, tanto por los alumnos como por los profesores. Reflejo inequívoco de la inmoralidad y la lenidad que gobierna al país, bajo la satrapía de los Monagas.

Para 1860, en el último respiro antes de la Guerra Federal, siendo 25 de octubre, Manuel Felipe de Tovar, el último presidente godo en funciones, decreta la existencia del Colegio de Ingenieros de Venezuela, institución al servicio de la República, con provisión de fondos desde el Ministerio de Guerra y Marina, en sustitución del Cuerpo de Ingenieros de Venezuela y para la supervisión y aval de las obras públicas ejecutadas por el gobierno, así como todas aquellas actividades con aplicación a todos los ramos de la ingeniería civil. Apenas unos meses antes, habría estallado la Guerra Federal, también llamada Guerra Larga.

En la alternancia del rugir artillero, la disipación momentánea de las nubes de pólvora, polvo y sangre seca, Juan Crisóstomo Falcón entra triunfante a Caracas, nombrando, en 1863, al general Santiago Guerrero Atienza, director de la Academia Militar de Matemáticas. Para cuando el general Guerrero trata de imponerse de su cargo, descubre que no existen ni mesas, ni sillas, ni instrumentos, ni siquiera una sede para que funcione la institución. Ocurre al expediente de la mendicidad, tanto al gobierno como a los ciudadanos principales. Halla sordera total. En su informe de gestión al Ministerio de Guerra y Marina, no duda en manifestarlo abiertamente: “Es vergonzoso, ciudadano Ministro, que un establecimiento por el cual ha mostrado siempre el Gobierno tanto celo (…) esté viviendo de merced para llenar su objetivo primordial…”[15]

Transcurren dos años más y la Academia parece ser una baja más de la cruenta guerra larga. En 1865, el Presidente Interino de la República, general Antonio Guzmán Blanco, decreta, el 4 de enero de ese año, la compra de un solar destinado a la construcción de una sede para la Academia. No se compra y, en consecuencia, tampoco se inicia obra ninguna. Mientras, distinguidos ingenieros egresados de la institución, han conformado la Sociedad de Ciencias Físicas y Naturales. Tres de esos eminentes científicos la presiden y emiten informes técnicos mensuales: se trata de Juan José Aguerrevere, Juan Muñoz Tébar y Agustín Aveledo. Dos de ellos dirigieron la Academia, acaso en mejores momentos.

La Academia sigue en suspenso hasta que el 19 de noviembre de 1872, en plena gloria autocrática, el Ilustre Americano, general Antonio José Ramón de la Trinidad y María Guzmán Blanco, decreta su definitiva desaparición, legalizando su muerte como institución autónoma, así como el traslado inmediato de su pensum y actividades, a la Universidad Central de Venezuela, por resultar innecesaria la referida Academia, respecto de una nueva visión administrativa y “revolucionaria” de la nación. La memoria del Ministerio de Guerra y Marina, correspondiente al año de 1873, al referirse a la Academia Militar de Matemáticas, reza escuetamente: “…quedó suprimida la mencionada Academia Militar, pasando a la Universidad de Caracas los cursos de ciencias exactas…”.

En 1890 el gobierno decreta la creación de la Escuela Militar, con todas sus cátedras militares adscritas y, en tal sentido, la separación de los estudios militares de aquellos correspondientes a la ingeniería civil, queda definitivamente formalizada.  Nace entonces la Escuela de Ingeniería de la Universidad Central de Venezuela, devenida más tarde en Facultad de Ingeniería.

 

4.- El Contexto socioeconómico.

El primer planteamiento que tenemos que hacer de partida (que prácticamente asume características de tesis) es que Venezuela, en el período de estudio, era definitivamente un país pobre, manteniéndose en el tiempo tal situación, con apenas algunas ocasiones de mejora. La acumulación y muestra rutilante de recursos que pudieron llegar a verse en al Virreinato de la Nueva Granada, más aún en los respectivos del Perú y la Nueva España (México), dista con mucho de la situación de precariedad en la que se vivía en estas tierras.

Prueba de esa pobreza se puede encontrar en la asignación de recursos para la reconstrucción de la catedral de Caracas y de lo poco del Seminario que se habría logrado construir, a instancias de Fray Mauro de Tovar, obispo de Caracas en 1641, obras totalmente destruidas con ocasión del terremoto de San Bartolomé, acaecido aquel año. Todavía siete años más tarde, en 1648, no se habría logrado recaudar lo necesario para su reconstrucción y de allí, como se citara en el aparte anterior, la comparecencia directa ante la Corte del deán doctor Bartolomé Escoto, quien ocurre a esa instancia monárquica, precisamente, para exponer las ingentes carencias del Obispado.

Lo que sí existe son “ciudadanos principales de sólida riqueza”, solvencia obtenida, en no pocos casos, más por el contrabando y por la especulación, que por medios naturales y más santos. Y esa condición de “principales” la arrastraremos como peso muerto, hasta las guerras más importantes del siglo XIX venezolano: la Gesta Emancipadora y la Guerra Federal. El mantuano caraqueño, el rico cumanés, el godo hacendado coriano, el próspero comerciante lacustre de Maracaibo, son algunas de esas manifestaciones de riqueza individual que nunca jamás permea al colectivo como país, siendo aquí donde tienen origen los conflictos socioeconómicos  que afectan, directamente en unos casos, indirecta en otros, la enseñanza universitaria en la Venezuela del período estudiado.

Comienza con una lapidaria afirmación que nos hace el Dr. Ildefonso Leal, al referirse a los rasgos de la enseñanza universitaria, durante la época colonial venezolana:

“Uno de los principales rasgos de la enseñanza universitaria fue su carácter aristocrático, pues las clases populares, integradas no solo por negros, pardos y mestizos sino también por “blancos de orilla”, no podían matricularse para optar a los títulos académicos, pues necesitaban comprobar su “pureza de sangre” y pagar unos crecidos “derechos de Caja” cuya cantidad oscilaba entre 200 y 500 pesos.”[16]

Más adelante, el Dr. Leal y en el mismo texto, señala que entre los factores negativos, en relación a la calidad de la enseñanza universitaria, se puede citar la “cortedad de bienes en el patrimonio universitario…” [17]  factor que impide la erección de nuevas cátedras.

Así las cosas, vemos como la enseñanza universitaria nace con el “pecado original” de la exclusión por razones económicas y sociales (acaso imposible de evitar dado el rígido orden social colonial español) y, al propio tiempo, en un contexto económico precario, que impide la posesión de los bienes necesarios, a los fines del acometimiento de tan importante empresa educativa.

La obtención del título universitario está entonces atado a la raza y al origen socioeconómico, más allá de aquellos quienes sujetos de alguna clase de mecenazgo, hubiesen podido acceder a las aulas de la Real y Pontificia. Esa condición transforma al grado académico en una barrera social que identifica a su poseedor como un “godo” y más tarde, en tiempos de la Guerra Federal, como un “oligarca”. El resentimiento social que se incuba en las clases preteridas, contra aquellos que no solo viven de las prebendas eclesiales, sino que también hacen exhibición vulgar de su riqueza por aquello de “los privilegios de sangre”, son saetas que lanzan de cotidiano, desde el fundo de su alma, quienes no resultan sujetos de los mismos privilegios. Y lo que es peor: tiene un efecto “hacia abajo” que hace sentir a unos pobres “mejores” socialmente, respecto a sus iguales de igual clase e incluso diferente origen racial, pero igualmente magra equivalencia económica. De este modo, un “blanco de orilla” se siente superior a un pardo; el pardo lo hace respecto de indígenas, negros zambos y mulatos; los indígenas se sienten superiores a negros, zambos y mulatos; y, finalmente, entre las mismas razas, en razón de las diferencias por posesión de bienes, un zambo “con armas de plata y zapatos” se siente superior a otro “pata en el suelo y sin camisa”.[18]

Cuando estalla la guerra de independencia, se experimenta la primera gran nivelación, esto es,  en alguna medida bajan los de arriba y suben los de abajo. En el bando republicano, la guerra diezma a buena parte de los mantuanos caraqueños y ricos de otras provincias, propios de la bandería independentista, al ser estos los oficiales naturales en el Ejército Patriota. Otro tanto hacen las ergástulas y las ejecuciones sumarias del bando realista. Pardos, zambos y mulatos asumen grados militares de importancia, por actos de heroicidad, así como por su liderazgo militar incontestable, y, en otro sentido, por el temor de sus blancos jefes patriotas, quienes les conceden las promociones militares superiores, ante el ascenso en contra de una posible “revolución de los colores”  y el establecimiento entonces de la muy temible “pardocracia”.

En el bando realista, mientras tanto, siempre se ha estimulado el enfrentamiento de pardos, zambos, mulatos y negros en contra de los blancos criollos, amos inicialmente o mayordomos de los primeros o de aquellos en condición de libres, preteridos a ultranza por los blancos, en virtud de su color de piel y falta de recursos materiales. Esta situación hace eclosión definitiva con la llegada al conflicto, en 1814, del asturiano José Tomás Boves (hay registros históricos que lo identifican José Bobes o Antonio José Bobes), quien declara la guerra sin cuartel a los blancos, con un lema absolutamente contradictorio pero de evidente e incontrovertible fuerza vengadora: “¡Muerte a los blancos! ¡Viva el Rey!” 

El lema de Boves, un español peninsular, sujeto en su más temprana juventud a cárcel y persecución por parte de los blancos criollos, ciudadanos principales de Calabozo, por impago de impuestos y presunto contrabando, recibe siempre el apoyo incondicional de los más preteridos, siendo comerciante y luego como “bandido” en fuga, lo que lo hace odiar, con toda la fuerza de su ser, a los inequívocos miembros de cualquier “mantuanaje conocido”, así como amar, en la misma proporción, a pardos, negros, zambos y mulatos. Finalmente y según el Dr. Miguel Acosta Saignes, en sus tratados de etnografía colonial, más del 60% de la población del país, existente para el estallido de la guerra de independencia, pertenecía a las castas de pardos, mulatos y zambos, particularmente aguerridos y arrojados, lo que hacía indispensable, tanto táctica como estratégicamente, su adopción como individuos de tropa.

Finalizada la contienda y libre la nación, la composición social ha cambiado. Ahora el liderazgo político, económico y social, lo ostentan “los generales vencedores”. Y este grupo de “generales vencedores”, tratará de capitalizar no solo el poder político, sino la mayor cantidad de prebendas posibles, siempre desde la explotación inmisericorde de los recursos públicos. Los mantuanos sobrevivientes se asociarán a esos generales y tratarán de hacer comparsa en la danza del poder y la fortuna. E independientemente si las tonalidades de piel son “apenas un poco más obscuras” la posesión de charretera, gleba y machete del ilustre combatiente, lo hacen acreedor “al respeto y consideración propios del ciudadano muy principal”. Los demás, siguen quedando por fuera, pero haciendo uso, en la ocasión que se ofrezca, del propio “envalentonamiento jerárquico” en las pugnas interpares, si acaso se hubiese participado en las acciones militares de la gesta.

En todo caso, serán los generales y su descendencia, los ahora considerados preeminentes para el ingreso tanto a la Universidad (a partir de 1826 de Real y Pontificia a Universidad Central) como a la Academia Militar de Matemáticas, que se creará  en 1831, como extensión de la que se pretendiera fundar en 1811. Ahora la titulación universitaria y los grados militares, son considerados indicadores esenciales de prestigio social y de posesión de recursos. El resentimiento nace ahora en esa dirección, en una expresión sincrética de entonces: “los generales y los doctores, godos todos”.

No tarda el país, especialmente en Caracas, de volver a acumular la fuerza del resentimiento social, esta vez hacia la “oligarquía conservadora” que se forma entre los restos mantuanos de la guerra de independencia y las oligarquías que originan los generales “héroes de la patria”, en su camino alternante hacia el poder y el usufructo de los recursos públicos, transformando las ocupaciones de gobierno en sinecuras; los ministerios y magistraturas en cotos de caza de oportunidades para los negocios.

Mientras, los mismos de siempre, esto es, mestizos, pardos, negros, zambos y mulatos, aún esclavos algunos, libertos otros, tratados con la misma displicencia con la que se les tratara en tiempos coloniales y de la independencia. Y una vez más, aun existiendo en mayor proporción los mecenazgos y habiendo generales con mayor concentración de melanina en la piel, siguen estudiando en la Universidad y la Academia “los hijos de los señorones” y, en tal sentido, de nuevo: “militares y doctores, godos todos”.

Los intereses particulares de poder de los gamonales, el abuso y el saqueo, la corrupción y la sinvergüencería, estimulan las tensiones sociales al máximo y estalla entonces la Guerra Federal, también llamada Guerra Larga. Cruenta, feroz y ruinosa, por momentos simula más la venganza del que no tiene nada, contra el que tiene algo y en ocasiones pareciese que el odio social que no se lograse conjurar en tiempos de la guerra de independencia, se desfogara sin límites en tiempos de la guerra federal. De nuevo, se produce otro efecto liberador: la oligarquía conservadora es totalmente derrotada, siendo sustituida por la facción liberal, también autodefinida como “revolucionaria e igualadora”. Sin embargo, “los doctores y generales” que dirigen a la gleba vencedora, no se les considera “godos”, antes por el contrario: “son sabios al servicio de una causa justa, esto es, la causa liberal”.

Es precisamente de esa “causa liberal justa” que para 1870, surge en el panorama político, económico y social el gran autócrata de ese tiempo, el llamado Gran Civilizador e Ilustre Americano por los adulantes de oficio, siempre presentes en nuestra historia política, en todo lugar y todo tiempo: general en jefe Antonio José Ramón de la Trinidad y María Guzmán Blanco, quien finalmente liquida por decreto ejecutivo a la Academia Militar de Matemáticas por considerarla, precisamente: “un nido de godos”.

De modo que un autócrata que se hará inmensamente rico con los intereses de los empréstitos que negocie contra los recursos del país, se atreve a tildar de “godos” a sus enemigos. Vivirá como un magnate local y más allá de la modernización nacional alcanzada bajo su mandato, no podrá negar nunca su condición de manifiesto y descarado ladrón. Morirá como un príncipe suramericano en París, rodeado de sus hijas casadas con “nobles” franceses, tal y como lo hubiese soñado.

El país seguirá siendo, en alguna medida, económica y socialmente, parecido a su pasado reciente, representando el mejor avance respecto del pasado colonial e independentista, que los poseedores de títulos universitarios serán más variopintos, también social y económicamente, respecto de aquellos que fuesen en tiempos pretéritos. No obstante “los doctores” seguirán siendo especímenes, necesaria e inextricablemente, vinculados a “una mejor situación económica y social”. Pasarán más de 100 años, antes que esta percepción se difumine casi totalmente.

 

 

5.- Ciencia, progreso y desarrollo económico: dilema en el tiempo. A modo de conclusión.

A lo largo de las líneas previas, hemos visto claramente las prioridades de quienes han tenido responsabilidades de poder en esta tierra de gracia y en períodos perfectamente definidos, a saber, el hoy pretérito período colonial, bajo el imperio español; el correspondiente al inicio de la República y su consolidación como República definitiva, bajo la égida de los generales de la independencia, liderazgo militar que condujo al establecimiento de la República Conservadora; la caída de esa República Conservadora y su sustitución por una República Liberal, misma que dio a luz a una autocracia, apellidada de la misma manera, esto es, “liberal” y bajo el dominio del tercero de los líderes carismáticos dominadores en nuestra historia nacional (el primero Simón Bolívar, el segundo José Antonio Páez): general Antonio Guzmán Blanco.

En esos períodos y por diversas razones, vimos como el conocimiento científico pugnó por abrirse paso, no obstante los obstáculos diversos que le salieron al paso, entre otros, la insistencia en impedirlo por una simple lucha doméstica de poder académico; el conservadurismo en los contenidos a enseñar, surgido de la prevalencia del humanismo filosófico, teológico y legalista;  la falta de visión respecto de la ciencia como factor de progreso; y, finalmente, la simple pugna política entre factores nacionales de poder, que obligó a la definición de otras prioridades subalternas, diametralmente opuestas al progreso económico.

Observamos como esa eclosión del interés por la ciencia y su enseñanza, devino de factores individuales antes que corporativos, esto es, religiosos como los sacerdotes Marrero y Andújar, ingenieros como Millon y Pires o militares como Mitre o Cagigal. También lo intentaron diversos rectores, tanto en la Real y Pontificia Universidad de Caracas como en la Universidad Central. Pero jamás, a lo largo de estas líneas, vimos una corporación educativa,  gobierno o país inclinado con fervor al estudio de las ciencias, en una mayor proporción que el Derecho o la Teología. En definitiva: el estudio y la enseñanza de las ciencias tan importante en otras latitudes para lograr el progreso económico, no constituye en la Venezuela de ese tiempo preocupación sustantiva. Antes por el contrario, resulta materia postergable en cada oportunidad que su acometimiento se plantea.

En otro orden de ideas, la tarea de quienes asumen la responsabilidad de fundar instituciones, enseñar y promover la enseñanza de las ciencias básicas, es frecuentemente torpedeada por pares en otras instituciones y, respecto de los gobiernos, materia de discusión entre organismos en su pugna interna derivada del eterno conflicto de competencias, más una lucha por cuotas o espacios de poder, que por hacer valer normas y procedimientos. En definitiva: la enseñanza de las ciencias básicas en el período sujeto a estudio, sirvió más al propósito de propiciar y mantener las pugnas de poder entre niveles académicos afectados y/o niveles de gobiernos, inicialmente eclesiásticos y civiles y luego entre civiles y militares, en una sorda confrontación por terminar definiendo “quien mandaba más”.

A la hora de asignar recursos, vimos como todas las instancias destinadas a proceder en esa dirección, fueron negligentes o mezquinas, o, en el peor de los casos, ignorantes respecto de lo sustantivo de la enseñanza de las ciencias básicas para alcanzar estadios de desarrollo mayores a los que se experimentaban entonces, restringiendo las peticiones de recursos o, acaso, destinando los recursos que se hubiesen previsto para tal fin, a otras actividades, con una mayor vinculación, de nuevo, a una pugna pura y simple por y para el poder. Definitivamente: la enseñanza de las ciencias, en el período sujeto de estudio, no supuso preocupación pecuniaria alguna por parte de las instituciones de poder del Estado, siendo absolutamente negligentes o bien por simple ignorancia supina o, acaso, por asignación de prioridades por y para otros fines, dada la exigüidad de fondos disponibles.

En conclusión, en Venezuela, durante el período en estudio, pareciera que el enseñar ciencias, graduar ingenieros, técnicos o artesanos capaces de impulsar la modificación de los espacios territoriales; mejorar el transporte interno, diseñando mejoras en tanto espacios de circulación terrestre y navegación disponibles; entender físicamente el espacio territorial circundante, aprovechando los recursos disponibles en términos de minería e hidrografía, por ejemplo, resultó ser una preocupación de unos pocos elegidos, jamás de los gobiernos de turno y muy poco de la sociedad civil próspera de las ciudades, poseedoras de ingentes recursos materiales y financieros, en cada período histórico, capaces de aportar medios materiales para fundar y mantener instituciones de formación de ingenieros, técnicos y artesanos.

Más allá del “brillo social” que concedieran las titulaciones universitarias, pareciera no haber habido en la Venezuela comprendida entre 1786 y 1890, una verdadera comprensión integral como sociedad, de la enorme importancia que la ingeniería tuvo, por ejemplo, en sociedades como la estadounidense, en tanto el progreso que acusara como nación y durante el mismo período. La lucha sorda por el poder político, aquella subalterna derivada de la misma pugna de poder entre instituciones públicas, el afán por mandar y ser reconocido en ese mandato, se impuso ante la necesidad de progresar económicamente como sociedad.

Hoy, paradójicamente, luego de casi trescientos años, pareciera que estamos transitando de nuevo ese camino, en suerte de avance hacia el pasado, tal cual sentenciara lapidario el general Marco Antonio Salas Gandolfi, viejo tribuno guzmancista: “Venezuela es una vieja sempiterna que se empeña obstinadamente en caminar hacia su pasado.”

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS.

LEAL, Ildefonso (1963).  Historia de la Universidad de Caracas (1721-1827). Ediciones de la Biblioteca Central. Universidad Central de Venezuela Caracas.

QUINTERO, Inés (2008). Más allá de la guerra. Venezuela en tiempos de la independencia. Fundación Biggot. Caracas.

 

REFERENCIAS ELECTRÓNICAS.

 

Zawisza, Leszek/Historia de la Ingeniería/Revista del Colegio de Ingenieros/Nº313/ Año1979             .

Recuperado de internet en: http://www.acading.org.ve/info/ingenieria/pubdocs/documentos/la_academia_de_matematicas_de_caracas.pdf                                                                                                

 



[1] Leal, Ildefonso; Historia de la Universidad de Caracas (1721-1827). Universidad Central de Venezuela. Ediciones de la Biblioteca. Caracas, 1963. Pág. 282.

[2] Leal. Op. Cit. Pág.283.

[3] Leal. Ídem. Pág. 22.

[4] Leal. Ibíd. Pág.23.

[5] Leal. Ibíd.Pág.23. Nota: las negrillas son nuestras.

[6] Leal. Ibíd. Pág.24. Nota: las negrillas son nuestras.

[7] Leal. Ibíd. Pág.33. Nota: las negrillas son nuestras.

[8] Leal. Ibíd. Pág.265.

[9] Leal. Ibíd. Pág.266.

[10] Leal. Ibíd. Pág.267.

[11] Leal. Ibíd. Pág.270.

[12] Leal. Ibíd. Pág.279.

[13] Leal. Ibíd. Pág. 280

[14] Leal. Ibíd.Pág.280

[15]  Zawisza, Leszek/Historia de la Ingeniería/Revista del Colegio de Ingenieros/Nº313/ Año1979             .

Recuperado de internet en: http://www.acading.org.ve/info/ingenieria/pubdocs/documentos/la_academia_de_matematicas_de_caracas.pdf                                                                                                                                                                                                                                                         

[16] Leal. Ibíd. Pág. 18.

[17] Leal. Ibíd. Pág. 19.

[18] En el texto titulado “Más allá de la guerra” trabajo colectivo de investigación, bajo la coordinación de la Dra. Inés Quintero, podemos hallar, en plena contienda emancipadora, reclamos interpuestos por ante las autoridades, fuese bajo dominio realista o patriota, relativos a impugnar matrimonios por considerarlos “impropios” al ser “desiguales” los contrayentes por razones raciales. Veamos un par de ejemplos: uno en 1813 y otro en 1816, el primero ante una autoridad republicana y el segundo ante una autoridad real española. El 20 de noviembre de 1813, el Sr. Nicolás Medina, se dirige al entonces Alcalde Constitucional Don José Zavala, para impedir el matrimonio de su hermana María del Carmen, con el señor Manuel Coronado “La razón fundamental de su reparo es la “notable desigualdad” que existe entre los novios. Manuel Coronado-dice Nicolás- es un “blanco disimulado” que había tratado de “sorprender la legítima inocencia” de María del Carmen para casarse con ella”. “En agosto de 1816, José Francisco Argote se dirige al capitán general de Venezuela para solicitarle que lo autorice a contraer matrimonio con doña Vicenta Damado. No se le escapa que existe un impedimento para celebrar la boda: la notable desigualdad existente entre su persona y la de su protegida: ella es blanca y él un pardo.” Quintero, Inés; Más allá de la guerra. Venezuela en tiempos de la independencia. Fundación Bigott. Caracas, 2008. Págs.93 y 103.

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